6.1.14
En el diván
No salió del todo perfecto. Yo no era ningún matón y aquél era mi primer contrato. Pero que más da lo que ocurriese, logré echar al tipo de casa. Eran las ordenes: "A las 23:30 antes de la infusión del resopón le das el pasaporte. Para siempre".
Después por el arte de birlibirloque tuve que salir con dos maletas y escoltada por la policía, en lo que parecía una detención en toda regla. A lo hecho pecho, yo en comisaría pero con el pasaporte en la mano.
Cuando volví a la consulta, estaba eufórico, no podía creerlo. Tomé un cigarrillo de su paquete, le prendí fuego e intenté recordar la magnífica escena con pelos y señales. Ahí estaba yo, en mitad del pasillo, interceptándole el paso a un animal de esa calaña y gritando ¡Largo!. Lo dije con la voz algo impostada. Él quedó pasmado aunque hacía que no se inmutaba. Dirigió sus pasos hacia el mueble del salón, sacó el revólver y lo dejó junto al gramófono. Las armas no estaban contempladas en aquel acto, así que pedí ayuda y salí pitando.
Llevé a la jefa, el día acordado, el cuaderno de las miserias humanas. Un tratado sobre los entresijos de la mente humana que iba ayudar a descifrar mis actos, tal vez los del mundo entero.
Ella leía con desinterés entre profundas caladas algún fragmento de páginas elegidas al azar. No decía nada, de vez en cuando levantaba las cejas y como en un descuido pregunto: "¿Ha dado señales de vida? - Imposible -le dije.
Después dio la cita por terminada y dijo que podía tirar el cuaderno a la basura. Sin delicadezas, ya conocía yo cómo trabajaba.
Si quería escribir tendría que hacerlo para toda la gente.
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