6.3.15

Arrugas




     Tenía una cita a las nueve de la mañana para que le sacaran sangre. Esta vez no se encontraba cansada ni padecía anemia. La extracción no requería ayunas y los mismos resultados se obtenían con una cena rica en colesterol la noche anterior que con un desayuno repleto de azúcares ese mismo día. La doctora solo quería el plasma de su sangre para reincorporarlo de nuevo por los intersticios celulares con un objeto punzante. Las inyecciones de plasma eran una modalidad más de tratamiento estético y como la toxina botulínica le daba miedo, no se le fuese a congelar la cara en un gesto poco agradable, prefirió ponerse algo suyo, ella que se conocía bien y se resultaba fiable.

     Entró en la sala de espera con mayor desasosiego que en la consulta del dentista y permaneció sentada y en silencio esperando a que alguien le dijese un hola y la tranquilizara un poco. Cualquier auxiliar de enfermería tenía en sus clases dos técnicas sencillas para rebajar la ansiedad de los pacientes y por mucho que una se fuera acostumbrando a los pinchazos siempre existía una primera vez a la que había que asistir.

    Esperaba que entre las divertidas conversaciones que llevaban las chicas en el mostrador y el prolongado lapso de tiempo que había transcurrido desde que llegó alguna pasaría a ofrecerle un café o mejor una infusión, de melisa, que la valeriana le provocaba arcadas. Algo calentito que le reconfortara el alma, ese gélido día en el que a punto estaba de empezar tratos con el diablo. Al fin y al cabo se trataba de eso. Cada mañana cuando se levantaba, se miraba al espejo y le decía: ¿espejito, espejito, por qué no me suavizas este entrecejo tan cansado? Y un día harta de su indiferencia se lanzó a buscar una clínica con cierto renombre y sin contar con ninguna referencia personal.

    Llegar a la clínica del Potet sin referencias era llegar con la pretensión de ser el revistero de la sala, de manera que el tiempo pasaba lento para los objetos inanimados que en ella se encontraban y mientras las chicas de bata blanca se enseñaban divertidas sus teléfonos no pensaban en ofrecerle una revista para llevarse a sus adentros.

   Todos los que entraban en la clínica sabían lo que se traían entre manos. La doctora no iba a pincharle nada tóxico. La inflamación producida iban a llamarla turgencia. El efecto del desbordamiento de líquido extracelular se iba a llamar efecto antiedad y el tiempo que necesitara su cuerpo para volver al equilibrio era el tiempo a descontar desde la salida de la consulta. Por ese pacto se pagaban 250 euros. Se pagaban con cierta inconsciencia e incluso algunos lo hacían con fruición. Pero las chicas de la entrada olvidaron que el trato requería atención y hasta algún mimo para como estaba por entonces la competencia en el sector estético.

     Una hora treinta y dos minutos era demasiado en una cara con un entrecejo que amenazaba ahora con pronunciarse hasta traspasar el cráneo. Pensó en ese momento en el espejito, que no le había dicho nada desde que la conocía y sin embargo, esas malvadas de bata blanca, tan jóvenes y tan indiferentes al paso del tiempo se merecían una buena azotaina. Se levantó, se acompañó amablemente a la puerta y se permitió el exceso de ser un poco grosera. Se fue sin decir nada, dando un fuerte golpe en la puerta. 


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