12.4.11

Próxima salida






No importa si llego antes de la salida del tren porque acabo subiendo en el último segundo. Las estaciones me entretienen y el tiempo se me acelera viendo pasar ríos de gente arriba y abajo. Me gusta observar las caras. Adquieren fuerza cuando se tiene una determinación, aunque sea pequeña, aunque sea dirigirse a una salida o entrar en un vagón rebosante. Esa pequeña acción ya imprime carácter. Así, evito pensar que hay dos máquinas de billetes que no funcionan o que ya debería estar en pantalla la previsión de llegadas. Amén de preguntarme cómo se realizaron las adjudicaciones del mobiliario o a quiénes dieron la concesión para estas obras.

No haré otra cosa que no sea observar y callar. Hojeo una revista pero se me escapa la vista hacia los andenes. Me gusta cómo se abraza aquí la gente. Dice el horóscopo que esta semana se potenciarán mis poderes paranormales. Poderes. Si los tuviera le daría en el lomo a su libro para averiguar qué tiene de interesante como para que no levante la cabeza.

Se parece a mi hermano o encuentro parecidos a todos los hombres pasados los cuarenta. Sobre todo si son calvos. Se les despeja la frente, se caen los párpados, la nariz y la cara se redondean. Aunque a mi hermano sería difícil encontrarlo con un libro entre las manos y con unas uñas tan limpias. Pasa las páginas muy delicado como si tocara papel de seda. Ni está enfadado, ni lleva anillo. “Eso no quiere decir nada”, dirían enseguida mis compañeras. Pero todo quiere decir algo y el que no piense así es imposible que se anticipe a nada. Yo diría que nunca estuvo casado o si lo estuvo es tema olvidado. Ahora está tranquilo, cansado y un poco triste. Como todo el mundo, solo que algunos no se esfuerzan en ocultarlo.

- Perdona, te han caído los pañuelos. –le digo.

A veces pasa que sin tener poderes paranormales se caen unos pañuelos o se olvida una bufanda en el asiento y entonces tienes una oportunidad de oro para conocer a alguien.

- Gracias –me responde con corrección.

Oportunidad que casi nadie aprovecha. Decimos gracias y demostramos que podemos ser educados. Pocos las dan mirando a los ojos. No parece que tengamos nada que decirnos pero me hubiese gustado que lo repitiera siete veces.

Diría que es serio pero nadie que de verdad lo sea se atreve a combinar una camisa con esas sandalias de aventurero. Supongo que ya sabía esta mañana que iba a subir al tren y que no iba a encontrarse caminos con charcos. Aun así, dejó los mocasines de piel y los calcetines a un lado, sacó los pies de excursión y por eso ahora le sonríen. Aunque no puede mover los dedos alegremente, parece como si los tuviera pegados. Tiene el índice y el corazón pegados. Los tiene, sí. ¡Es un pato!, ¡otro pato!. Como yo.

4.4.11

En la marjal



Con una mano se estira la piel del cuello y con la otra se pasa la maquinilla a contrapelo. Da una pasada larga y lenta sobre la espuma y limpia la cuchilla agitándola en el agua. Cuando oye la cerradura de la puerta, Paco se mira en el espejo y respira aliviado. Al menos, ya está en pie ahora que su mujer ha vuelto de hacer la compra en el mercado, y eso lo deja más cerca de parecer un perezoso que un vago. Lola llega con el cesto cargado y cuando asoma por el vano de la puerta le increpa:

- ¿Pero todavía estás tú aquí? –sorprendida, aunque no tanto.

- ¿Tendré que ir bien afeitado no? –le responde buscando una de sus debilidades.

- Lo que tendrías que hacer es salir más temprano y no cuando el sol cae a plomo.

- Al sol no le tengo yo miedo y a la tierra, que más le da verme “a menos cuarto” que “a y media”. En el campo no hay tiempo, solo constancia. Ni horas, ni final de trabajo.

Para cuando podría estar escuchando las sinrazones de su marido ya se ha ido a la cocina a sacar y ordenar la compra. Desde allí le avisa:

- Ponte la camisa limpia.

- ¡Pero si solo me van a ver los patos!

- La camisa limpia -le repite alzando un poco la voz pero segura de que no va a ofrecer mayor resistencia.

Él saca una de las camisas del armario, limpia y planchada a conciencia. Se la pone y dobla las mangas dejando al descubierto sus brazos velludos. Siempre ha pensado que los pelos de un hombre son como las plumas de los gansos: lo protegen a uno del sol, del agua y los mosquitos. Además ese tronco de gorila siempre ha tenido su encanto, se dice hinchando orgulloso sus pulmones. Comparado con el torso ancho y los brazos recios el resto de su cuerpo es menudo. Piernas de alambre y cabeza de alfiler le dice su mujer que tiene, también cabeza de chorlito y de tortuga, le ha dado por llamarlo últimamente. Será por las profundas arrugas que surcan su cuello, porque casi no tiene labios o porque tiene los ojos grandes y escondidos. De suerte que son verdes y ese filtro le sirve para ver las cosas por su lado más alegre.

Se despide de su mujer y se pone el sombrero de paja antes de subir a la bicicleta. Enfila con entusiasmo las calles del pueblo que llevan hacia los arrozales y en cuanto vislumbra los campos verdes se le aceleran las piernas. Entra por los senderos de tierra levantando con él el vuelo de las garzas, cruza veloz y temerario junto a las acequias. A su paso saluda a los otros campesinos con repetidos golpes de timbre. Su presencia les avisa de que es la hora del almuerzo y para Facundo, que anda ya pesado por el fango, marca el fin de la jornada.

Por fin ha llegado a su parcela, la que queda junto a la Albufera, y sentado sobre el margen se va quitando tranquilamente las alpargatas, pensando en su última cruzada: arrancar todas las malas hierbas de cuajo. Sacar a la fuerza la raíz que se enquista en la tierra. Cree que no funcionan esos venenos que venden. Cierto es que las ve secarse y que se mueren, pero jura que las mismas renacen después con más fuerza.

- Demonios de hierbas –dice en voz alta.