17.7.11

OPOSITANDO




Hubo un tiempo en el que independientemente de lo que soñara al llegar trabajo encontraba en el casillero un cruasán recién horneado, con algo de chocolate, o espolvoreado de azúcar glassé. Por aquella época me tocó en suertes ser secretaria en unas oposiciones, de las que recuerdo con cierta incredulidad las pruebas que realizaron los opositores. Diría que condujeron un tractor marcha atrás, hicieron una soldadura, un injerto en un manzano, tuvieron que atarle las patas a un cordero y no ordeñaron a las vacas porque hacía falta llenar el tanque para “el Castillo” y no se podían arriesgar a pasar mucho tiempo sin que saliese leche de aquellas ubres. Como dato de anclaje a la realidad solo podría decir que Raimon era el nombre del presidente del tribunal, del resto de lo que ocurrió me dicen muchos que invento ficciones. Por eso esta mañana al recibir esta carta, miré en el casillero para cerciorarme de que no soñaba, no había cruasanes y sin embargo… lo de Raimon me dejó desconcertada.

“Hola Maria, esta vez no quiero que se me pierda la dirección, tengo el maleficio de que lo que apunto en la calle después no lo encuentro. Como te dije estuve a punto de pedírtelo de nuevo, pero pensaba encontrarlo, me daba rabia ser tan torpe y así fueron pasando los días. El caso que ahora ya está. Lo de la oposición al menos ha tenido el lado bueno que me ha permitido volver a verte. El jefe del tribunal se llamaba Raimon. Yo ya he terminado, por fin. El último día en el práctico tuvimos que esquilar una oveja y ordeñar una vaca y cazar una gallina y atarla de las patas, luego tuvimos que subirnos a un árbol y desde lo alto calcular cuántas hectáreas de bosque se podrían quemar en tres días de radiación solar intensa y con rumbo de viento cambiante. Nos pusieron como un circuito y tenías que ir pasando de una prueba a otra y te iban quitando o dando vidas según las superabas o cometías algún fallo. Parecía un concurso del verano de la tele, pero el premio no era un viaje a Cancún o Nueva York sino a Pont de Suert, que es donde están las dos plazas de la convocatoria. Al bajar del árbol a una aspirante que se llamaba Penélope la eliminaron porque mientras estaba descendiendo haciendo rappel sin darse cuenta rompió una rama en la que había un nido de unos pájaros que salieron volando y no conseguimos identificar por el reflejo del sol y la cría que cayó al suelo un zorro que fue más rápido que nosotros se la llevó y dijeron que todo este destrozo tal como constaba en los criterios de evaluación de la prueba y que se podían constatar en el tablón de anuncios era motivo de expulsión del proceso selectivo sin ni siquiera pasar previamente a nominada. Como te puedes imaginar la chica cuando consiguió aterrizar rompió a llorar porque mientras bajaba algo magullada por el golpe ya era consciente de su eliminación. En ese momento, quedábamos sólo doce aspirantes. La siguiente prueba sirvió para eliminar a otra chica que se atolondró con la motosierra. Resumiendo, la última prueba consistía en una carrera con un tractor de 150 CV con un remolque de 20 metros cargado con abono. Como sólo quedábamos tres, el presidente del tribunal determinó que los dos primeros que llegasen al parking y aparcasen bien el tractor se llevarían las dos plazas. He de advertirte que había que conducir marcha atrás y por un sinuoso camino repleto de dificultades, una de las cuales consistía en atravesar un río aguas arriba y que en el momento de atravesarlo no sé por qué motivo me acordé mucho de ti y de lo a gusto que comí contigo en el café di mar. Es necesario recalcar que el viento soplaba de espalda, con lo cual se nos impregnó la ropa de faena que llevábamos, la cabeza y todo nosotros de olor a abono. El otro chico que quedaba y que era muy majo tuvo muy mala suerte porque en una curva se pasó de frenada y una valla de protección que tenía que haber por casualidades de la vida no estaba en ese momento y el pobre chico se cayó por un barranco de 80 metros lleno de cactáceas a cual con más pinchos. No entro en detalles, pero los gritos de dolor consiguieron hacernos olvidar el hediondo olor de nuestras ropas. Ya sólo quedábamos dos. Parecía que las dos plazas serían para nosotros. La otra aspirante era una chica que se llamaba Ana Mari. Por señas convenimos en ir despacio y a la par para evitar sobresaltos. En esto una repentina ráfaga de viento fortísima levanto todo el abono de los dos remolques, de modo que no veíamos nada y tampoco conseguimos oír a un leñador que gritó !ARBOL VA!. El golpe fue tremendo. Entonces angustiado me desperté de un sobresalto y me di cuenta que todo había sido un sueño debido a la tensión de las oposiciones. Lo que no me acabo de explicar todavía aquel extraño e intenso olor a abono que impregnaba mi ropa y que aún no he conseguido eliminar".


14.7.11

POR UN BOTÓN





Todas las tardes que Clara había pasado en el taller de costura la hacían capaz de enfrentarse sin miedo a coger un dobladillo y a dejar un matrimonio a las puertas. Su decisión llegaría a las clientas de la panadería como colofón de su carácter extravagante, y a la reunión semanal de las hijas de María como cataclismo de la educación liberal que le habían dado sus padres.

Por aquella época, Rosita era la modista más reputada de Figurantes, un pueblo en donde se demostraban las posesiones de sus habitantes por la calidad de la pasamanería y de los bordados que lucían los vestidos en las procesiones. Ser admitida en su taller tenía un reconocimiento tan elevado que las chicas del pueblo se dividían entre las que aprendían a manejar la aguja con Rosita y el resto; y aunque a Clara ponerse un dedal le producía cierta aversión, la debilidad de la modista por los merengues que horneaba su padre le permitió mantenerse como aprendiza hasta que empezase sus estudios superiores.

En el taller se reunían hasta doce chicas como doce apóstoles. Las modistas de Rosita, las veteranas, con un ojo daban certeras puntadas mientras con el otro seguían el trabajo de las oficialas, y éstas a su vez vigilaban a las aprendizas, formando una cadena de cosido que aseguraba las repetidas revisiones de un mismo trabajo. Las labores iban y venían entre aquellas manos al hilo de todo lo que acontecía en el pueblo: sucesos relevantes, secretos a voces o rumores incipientes.

Sin separarse de la máquina más que para hacer las pruebas de vestidos, Rosita cosía junto a la ventana. Le daba al pedal con tal ímpetu que la máquina zumbaba y aquel ritmo frenético desdecía con mucho su cojera. Para algunos era ese el motivo de su soltería, para otros, sabía demasiado, y para la mayoría, se quedó para vestir santos. Pero que se supiese nunca le confeccionó un manto a Santa Rita, ni le remendó el hábito a San Antonio.

Clara nunca llegó a coser más que ojales, pero se convirtió pronto en una recadera indispensable; se adelantaba a las demandas y era memoria para tantas cabezas despistadas. Conocía las necesidades del taller a la perfección porque había conseguido desentrañar su mecánica y se admiraba, a pesar de las rutinas, de la devoción con que Rosita confeccionaba los vestidos, en especial los de novia. En estos encargos especiales su cabeza y sus dedos volaban ágiles, elegía con tino modelos, seleccionaba tejidos, incorporaba encajes, colocaba lentejuelas… actuaba como siguiendo el dictado de una voz clara, una voz que únicamente tartamudeaba si el novio era forastero. Entonces era cuando perdía capacidades, no veía claro el modelo, dudaba en los detalles y era capaz de cerrar las telas con corchetes, ¡hasta a la aguja de su máquina le costaba coser ante lo desconocido!. Ahí fue cuando Clara empezó a sospechar que había detalles que le estaban pasando desapercibidos, que en aquel taller los colores, las agujas, las telas y sobre todo… los botones, tenían un significado. Lo supo el día en que llegó Amalia a pedir consejo para su traje de boda. Por fin se casaba con Mariano, el hijo del cerrajero. Rosita estaba aquella tarde pletórica y aunque le faltaron por concretar algunos detalles, no tenía ninguna duda: el traje llevaría una botonadura de cincuenta y dos botones forrados de tela que seguirían todo el largo de su espalda. Los botones se trataban como joyas, se guardaban en un cofre de madera, envueltos en papel de seda y Rosita reservaba el final de la jornada para deleitarse en su cosido, recreándose en el refuerzo de ese más de medio siglo de felicidad. Lo comprobó más tarde en los vestidos más sencillos: los que llevaban cremallera, cosidas casi con desgana cerraban a cal y canto previsibles desavenencias. Así fueron los vestidos de Carmeta, Vicenta, Alicia y Pepa; con dos botones no había tiempo para hijos, como pasó con los vestidos de Sara, Amparo y Eulalia; botones hasta mitad de la espalda auguraban hijos y tiempo para criarlos; después, casi siempre, una pequeña cremallera. No tuvo tiempo para estudios más largos, había llegado el momento de empezar con su carrera.

Por eso decidía ahora visitar a Rosita, volver al antiguo taller del que habían desaparecido las mujeres, por el cansancio de sus ojos y porque era moda comprar vestidos de novia cosidos para chicas anónimas. Rosita la llevó junto a la ventana, donde permanecía su máquina extenuada, y examinándola atentamente le propuso un sencillo vestido, corto, ceñido a la cintura y con algo de vuelo. Sin perder un minuto comenzó a tomarle medidas.

-¿Llevará botones? –le preguntó Clara con timidez aprovechando que estaba de espaldas.

-Le pondré uno al final de la cremallera –le contestó Rosita

Con el brazo todavía en alto, mientras le medía la sisa, se le desdibujaron todas las pruebas, las del vestido, como si de un tirón una mano certera arrancara los hilos de un mal hilvanado.