26.3.11

A orillas del Ganges




Cinco de la mañana. A esas horas tan tempranas no podría decir si andan las vacas por la calle. Rápido, sin mirar por donde pisa, llega a través de las callejuelas hasta el ghat, la gran escalera que aboca al río, y en ese inmenso rellano busca al joven viajero que conoció anoche. No tarda en localizarlo. Lo delatan su cabellera rubia y su cara de niño. El querubín, empieza ella a llamarlo, está hablando animadamente con el sadhu, el del turbante rojo y la barba blanca, el que se cansó de la vida placentera y se envolvió en una túnica azafrán buscando retiro. Intenta acercarse a ellos abriéndose paso entre la gente, mientras la abordan decenas de niños ofreciéndole, insistentes, lámparas de aceite o guirnaldas de flores para las ofrendas, de esas que hacen los turistas que no veneran sin pedir a cambio algún deseo.

Una fina lluvia levanta vaharadas de orín en el embarcadero. Deprisa, por la lluvia o las nauseas, el querubín la lleva hasta la barca. El remero ya espera sentado en la proa. Parece un hombre rudo y curtido, no dice una palabra, ni siquiera hace un gesto. Camisa blanca, pantalón oscuro, puede que sin zapatos. Ni falta que le hacen, para andar arriba y abajo paseando a desconocidos por cinco rupias. Empieza a remar, alejándose de la concurrida orilla, hasta que solo se escucha el ritmo regular y lento de los remos.

Desde esa distancia se ve en la orilla la multitud abigarrada, dispuesta en las escalinatas como paletas desordenadas de vivos colores. Dicen que llegan desde todos los lugares de la India para bañarse en estas aguas sagradas, para purificar el cuerpo y el alma. Acuden al alba vecinos y peregrinos, pertrechados con jabón y plegarias. Los que vinieron para esperar a la muerte preparan su nicho y los que todavía dan gracias a la vida se acicalan, o rezan.

Ajenos a los ojos de entrometidos, cada uno hace su tarea en este escenario colectivo, que es a la vez baño y es templo. Cuentan chismes mientras se enjabonan y entran al agua lentamente, sumergiéndose en éxtasis. Aclaran a chapuzones sus cabezas y resurgen recitando con fervor sus oraciones. Se frotan pudorosos por debajo de la ropa y derraman el agua sobre su frente en un íntimo bautismo. Chapotean y beben de esta agua sagrada y sucia. Inmunes.

Ella, que ha venido a recoger sonidos, se fija sobre todo en las campanas, en los insistentes tañidos que llegan desde los templos dedicados a Shiva. Como si de una fiesta se tratara se van uniendo otros instrumentos: campanillas, crótalos, cascabeles y hasta cencerros. Rudimentario, sí. Hasta que alcanzan la zona de los pudientes y llegan mantras por megafonía. Los saris le parecen entonces de colores más vivos y refulgentes. Siempre hubo castas.

Apenas separado de toda esta algarabía se encuentra el crematorio. El remero señala entonces para que ella apague la grabadora negando tajante con la cabeza. Tampoco se perderá nada puesto que todo es silencio. Una gran pira de fuego engulle voraz el combustible que llega en grandes barcazas; un tránsito continuo de muertos esperan para romper con la rueda de las reencarnaciones; y un único deseo: el de librarse del cansancio que supusieron tantas vidas. Todos quisieran mezclarse con las aromáticas cenizas del sándalo y lanzarse de nuevo al agua, pero no hay tanto dinero para gastar en leña, a veces ni el suficiente para garantizar un total traspaso. Por eso flotan con la corriente miembros a la deriva, olvidados. “Qué absurdo” dice el querubín contrariado al encontrarse un tronco desmembrado. El remero, con expresión de disgusto, hace acopio de saliva entre sus dientes negros y escupe al río.


15.3.11

En vela


La gata del solar ronronea si no tiene de qué preocuparse, si busca hacer amigos o si se entretiene, porque es coqueta. Maúlla quejosa si le da mucho sol en la cara y ladea insinuante su cabeza si se siente observada. Ahora no busca la complacencia de nadie. Hace rato que se lamenta y parece desconsolada. Dirías que llora, que no entiende por qué esos gatos, tan educados en apariencia, no bajan a estar con ella. Deben de conformarse acompañando a las damas, o serán fieles y no causan problemas, o tal vez son castrados, sin otro deseo más urgente que el orinar en su bandeja. Pero ella no quiere ahondar en la pena y la aleja pensando “otros habrá en el vecindario que serán más útiles”. Entonces vocifera, en parte porque está enfadada y en parte porque ordena, ¡qué se muevan ahora mismo los gatos apoltronados! Los que están en el sillón viendo la tele, y piensan si sí o si no salir de casa, sopesando más los contras, por pura pereza. Porque el programa que están echando es malo pero andar por la bajante es un riesgo, y ya no creen tener siete vidas y seguro acaban en el veterinario. “Que salga misi que tiene mejor acceso por el tejado” piensa uno desparramado en el sofá, “que salte fiero que es joven y le van esas pelanduscas” piensa el otro aovillado sobre su colcha. Ni uno ni otro se mueven y la gata empieza a impacientarse, no porque los espere, ¡qué ha de esperar de esos acomodados! Ella sigue su instinto y allá ellos con sus concesiones. Entonces, más que maullar grita, enviando un aviso urgente para los callejeros. Esos gatos pardos que deambulan insomnes calle arriba y abajo, un poco aburridos y sin otra ocupación que inspeccionar las trampillas y vigilar los desagües. Lleva un rato llamando y éstos tampoco aparecen y ella empieza a desesperarse. ¡Malditos indigentes que acaban siempre prostituidos!, Amigos de esas viejas que les ofrecen puntuales raciones de enlatados por dos lametones y tres carantoñas. No piensa la gata que la naturaleza la abandone a su suerte, ni se plantea esperar paciente la llegada de un nuevo celo. Lanza ahora alaridos, maullidos de honda vergüenza. Reniega de los de su especie y los insulta llamándolos mininos de peluche y felinos de baratija, los amenaza con ir a buscar un caniche. Espera que esos insultos lleguen al puerto, a oídos de algún gato salvaje. Que venga al menos uno de esos pendencieros, apestando a humo y oliendo a raspa, de esos que juegan a las cartas y relamen el vino, que no buscan más trato con los humanos que el de aprovechar sus desperdicios.

Berta se ha despertado de su plácido sueño por algo parecido a un llanto pero que no era de un niño. Ha sido la gata tricolor que vive en el solar y ve tomando el sol por la mañana. Maullaba, al principio insistente y algo apenada, más tarde sin recato y angustiada. Afortunadamente, parece que ya se ha calmado. “Pobre” piensa mientras se acerca a buscar la espalda de su marido que está durmiendo a su lado. Despacio, lo cubre con mimo, lo arropa apretando el pecho contra su espalda, se pliega con sigilo en su cadera y dobla las rodillas para acoplarse en sus corvas. Roberto inspira hondo y de repente se sacude, o le da un espasmo, o algo a medio camino entre reflexionado y reflejo pero inconfundible. Entonces Berta se separa y se vuelve mirando al techo, con los ojos abiertos, sabiendo que a oscuras no se ve nada, y los abre cada vez más y piensa en la gata, en la certeza de que encorvaría su lomo y erizaría su pelo.