28.8.11

Capítulo final


Aquello no podía considerarse una obra de arte pero el corazón empezó a latirle más fuerte y el cerebro parecía perder su anclaje. La temperatura fresca, los colores suaves, las ventanas limpias...borlas en los cortinajes, cortinajes de seda, seda sin arañas

Se acercó a la ventana de la habitación para tomar perspectiva y al ver el campanario de Giotto supo que aquello era lo más cerca que iba a estar de Stendhal. Había pasado el día paseando por Florencia, había admirado al perfecto David y a la tímida Simonetta y ahora cuando entraba a la habitación de hotel al ver la cenefa que el interiorista había colocado en la pared le sobrevenía de repente el vértigo.

Que el exceso de belleza tenía un efecto sobre el organismo era algo poético pero estaba segura que el contraste jugaba un papel determinante en la aparición del síndrome. Se sentó en el borde de una cama king size y se descalzó sintiendo que la moqueta le hacía cosquillas, descalza, sin tener miedo a que se le pegara la pintura rojiza del suelo o a pisar una araña en un descuido. Entró casi en éxtasis al ver que el baño era una enorme sala, con mármol de Carrara o de un mármol cualquiera, tampoco se había convertido ninguna experta, iluminada profusamente con halógenos a ras del suelo, con juegos de jabones y toallas distribuidas sin necesidad de pedirlas, ni mendigarlas.

No quiso salir a cenar, se excusó diciendo que se le había quitado el hambre que ya estaba cansada de tanta pizza, porque no se atrevió a decir que no cambiaba aquello ni por el más exquisito plato de pasta. Se quedó leyendo hasta la madrugada con un ojo puesto en el aire acondicionado y el otro en la página.

El desayuno quiso tomarlo en la terraza, Cavour ofrecía vistas al Duomo y no iba a desaprovecharlas. Allí se quedó mirando aquella cúpula hipnótica hasta que empezó a sentir el efecto de la ola de calor africano que abrasaba aquellos días Italia y que las avispas italianas también querían compartir su buen desayuno.

Con aquellas temperaturas no iba a poder deambular por las callejuelas buscando cartonerías. Iría caminando despacio, buscando siempre la sombra y bebiendo continuamente agua. Bordearía los jardines de Boboli hasta llegar a la puerta romana donde había dejado aparcado el coche para enfilar enseguida la carretera volterrana.

No le costó más de media hora llegar al camino de cipreses del conde de Poppiano, tomar a la izquierda la destartalada via Ripe, la via sin derecho a pavimento ni alcantarillado. Al llegar al fondo y dejar el viñedo a un lado, reconoció los manteles de hule sobre las mesas de la terraza donde picaban felices los tigres y al entrar en la casa al tiempo que los ojos se acomodaban a la penumbra y ver de nuevo aquella manufactura de sedas decidió que tomaba ya el barco.


16.8.11

El poder de evocar






Decir Toscana era pensar en una villa con vistas a colinas de infinitas tonalidades de verde. Era ver viñedos alineados y abigarradas arboledas de pinos, senderos marcados por hileras de cipreses y almenas de castillos medievales. Decir Toscana iba ligado a esa terraza de incomparables vistas y a paseos diarios al sol, bajo la protección de un sombrero de paja y vestida con un romántico modelo de motivos florales y alpargatas de esparto color ocre. Era llegar a través de los olivos a la aldea más cercana, San Quirico digamos, y tomar allí unas copas de vino Chianti, para regresar después a la villa, más contenta aún si cabe.
La imaginación siempre le iba a Carlota muy por delante y cuando llegó a la casa, de noche, frente aquella puerta desvencijada, no se dio cuenta de que las paredes no estaban lucidas, que la mosquitera estaba algo rasgada y que en los huecos de la fachada descansaban palomas y lagartijas. Con la penumbra de la luz roja que había en el salón no pudo ver que en cada rincón estaban agazapadas las arañas, entre las filigranas del candelabro, entre los troncos para la chimenea, entre las pilas de CDs, entre las flores de mimosa de una botella opaca, debajo de cada escalón de la escalera de piedra que subía a las habitaciones centenares de criaturas le podían dar las buenas noches.
Al no ver nada de todo esto bajó tranquila a la cena de bienvenida que le habían preparado sus anfitriones, un plato de comida reconfortante después de una travesía de veinte horas por el Mediterráneo. Habían preparado “pacheri a la sorrentina”, bofetones en su traducción castellana, según le aclaró Morticia, así empezó a llamarla porque aunque no tenía el pelo largo, algo había en sus gestos que le hicieron recordarla. Al sabor del tomate ecológico y la mozarella de Búfala, mordiendo bofetones, le dieron los primeros detalles sobre la casa: justo había llegado en el mes de crisis de electrodomésticos, a día de hoy ya habían dejado de funcionar la lavadora, la batidora y la aspiradora. Aunque a decir verdad puede que la aspiradora nunca funcionó en aquella casa. En la senda del deterioro mensual les seguían la nevera, que no dejaba poner botellas en su puerta amenazando desplomarse; la cafetera, que ya había perdido su mango para facilitar el vertido; o la tostadora, que se camuflaba en plancha chamuscada; o los cubos de basura, que impedían cerrarlos en un arduo proceso de reciclado.
Informada de aquellas eventualidades, todavia le dieron unos últimos consejos, si había que deshacerse de alguna criatura molesta nunca había que hacerlo contra las paredes de la casa, el color mortecino de las habitaciones era exclusivo, y mejor, antes de meterse en la cama darse una buena rociade de locción repelente: el mosquito tigre era otro de los inquilinos de la zona.



A la mañana siguiente después del desayuno al salir a contemplar las verdes colinas y la extensión de los viñedos fue cuando echó de menos la formidable terraza y vio el estado ruinoso de la fachada en toda su extensión. Aún así sin llegar a desmotivarse, quiso aprovechar la invitación que le brindaba una hamaca que colgaba los árboles. Abordó la lectura del único libro que llevaba consigo y mientras descubría la celebérrima magdalena de Proust comenzó a sentir todos los picores. Entró rauda a guarecerse en la casa, no cabía ninguna duda: había sido víctima del ataque de una banda de desalmados tigres y mientras iba mojando con amoniaco cada unas de las picaduras, abultadas como volcanes, confió en la capacidad de distorsión al evocar aquel verano en la Toscana.



17.7.11

OPOSITANDO




Hubo un tiempo en el que independientemente de lo que soñara al llegar trabajo encontraba en el casillero un cruasán recién horneado, con algo de chocolate, o espolvoreado de azúcar glassé. Por aquella época me tocó en suertes ser secretaria en unas oposiciones, de las que recuerdo con cierta incredulidad las pruebas que realizaron los opositores. Diría que condujeron un tractor marcha atrás, hicieron una soldadura, un injerto en un manzano, tuvieron que atarle las patas a un cordero y no ordeñaron a las vacas porque hacía falta llenar el tanque para “el Castillo” y no se podían arriesgar a pasar mucho tiempo sin que saliese leche de aquellas ubres. Como dato de anclaje a la realidad solo podría decir que Raimon era el nombre del presidente del tribunal, del resto de lo que ocurrió me dicen muchos que invento ficciones. Por eso esta mañana al recibir esta carta, miré en el casillero para cerciorarme de que no soñaba, no había cruasanes y sin embargo… lo de Raimon me dejó desconcertada.

“Hola Maria, esta vez no quiero que se me pierda la dirección, tengo el maleficio de que lo que apunto en la calle después no lo encuentro. Como te dije estuve a punto de pedírtelo de nuevo, pero pensaba encontrarlo, me daba rabia ser tan torpe y así fueron pasando los días. El caso que ahora ya está. Lo de la oposición al menos ha tenido el lado bueno que me ha permitido volver a verte. El jefe del tribunal se llamaba Raimon. Yo ya he terminado, por fin. El último día en el práctico tuvimos que esquilar una oveja y ordeñar una vaca y cazar una gallina y atarla de las patas, luego tuvimos que subirnos a un árbol y desde lo alto calcular cuántas hectáreas de bosque se podrían quemar en tres días de radiación solar intensa y con rumbo de viento cambiante. Nos pusieron como un circuito y tenías que ir pasando de una prueba a otra y te iban quitando o dando vidas según las superabas o cometías algún fallo. Parecía un concurso del verano de la tele, pero el premio no era un viaje a Cancún o Nueva York sino a Pont de Suert, que es donde están las dos plazas de la convocatoria. Al bajar del árbol a una aspirante que se llamaba Penélope la eliminaron porque mientras estaba descendiendo haciendo rappel sin darse cuenta rompió una rama en la que había un nido de unos pájaros que salieron volando y no conseguimos identificar por el reflejo del sol y la cría que cayó al suelo un zorro que fue más rápido que nosotros se la llevó y dijeron que todo este destrozo tal como constaba en los criterios de evaluación de la prueba y que se podían constatar en el tablón de anuncios era motivo de expulsión del proceso selectivo sin ni siquiera pasar previamente a nominada. Como te puedes imaginar la chica cuando consiguió aterrizar rompió a llorar porque mientras bajaba algo magullada por el golpe ya era consciente de su eliminación. En ese momento, quedábamos sólo doce aspirantes. La siguiente prueba sirvió para eliminar a otra chica que se atolondró con la motosierra. Resumiendo, la última prueba consistía en una carrera con un tractor de 150 CV con un remolque de 20 metros cargado con abono. Como sólo quedábamos tres, el presidente del tribunal determinó que los dos primeros que llegasen al parking y aparcasen bien el tractor se llevarían las dos plazas. He de advertirte que había que conducir marcha atrás y por un sinuoso camino repleto de dificultades, una de las cuales consistía en atravesar un río aguas arriba y que en el momento de atravesarlo no sé por qué motivo me acordé mucho de ti y de lo a gusto que comí contigo en el café di mar. Es necesario recalcar que el viento soplaba de espalda, con lo cual se nos impregnó la ropa de faena que llevábamos, la cabeza y todo nosotros de olor a abono. El otro chico que quedaba y que era muy majo tuvo muy mala suerte porque en una curva se pasó de frenada y una valla de protección que tenía que haber por casualidades de la vida no estaba en ese momento y el pobre chico se cayó por un barranco de 80 metros lleno de cactáceas a cual con más pinchos. No entro en detalles, pero los gritos de dolor consiguieron hacernos olvidar el hediondo olor de nuestras ropas. Ya sólo quedábamos dos. Parecía que las dos plazas serían para nosotros. La otra aspirante era una chica que se llamaba Ana Mari. Por señas convenimos en ir despacio y a la par para evitar sobresaltos. En esto una repentina ráfaga de viento fortísima levanto todo el abono de los dos remolques, de modo que no veíamos nada y tampoco conseguimos oír a un leñador que gritó !ARBOL VA!. El golpe fue tremendo. Entonces angustiado me desperté de un sobresalto y me di cuenta que todo había sido un sueño debido a la tensión de las oposiciones. Lo que no me acabo de explicar todavía aquel extraño e intenso olor a abono que impregnaba mi ropa y que aún no he conseguido eliminar".


14.7.11

POR UN BOTÓN





Todas las tardes que Clara había pasado en el taller de costura la hacían capaz de enfrentarse sin miedo a coger un dobladillo y a dejar un matrimonio a las puertas. Su decisión llegaría a las clientas de la panadería como colofón de su carácter extravagante, y a la reunión semanal de las hijas de María como cataclismo de la educación liberal que le habían dado sus padres.

Por aquella época, Rosita era la modista más reputada de Figurantes, un pueblo en donde se demostraban las posesiones de sus habitantes por la calidad de la pasamanería y de los bordados que lucían los vestidos en las procesiones. Ser admitida en su taller tenía un reconocimiento tan elevado que las chicas del pueblo se dividían entre las que aprendían a manejar la aguja con Rosita y el resto; y aunque a Clara ponerse un dedal le producía cierta aversión, la debilidad de la modista por los merengues que horneaba su padre le permitió mantenerse como aprendiza hasta que empezase sus estudios superiores.

En el taller se reunían hasta doce chicas como doce apóstoles. Las modistas de Rosita, las veteranas, con un ojo daban certeras puntadas mientras con el otro seguían el trabajo de las oficialas, y éstas a su vez vigilaban a las aprendizas, formando una cadena de cosido que aseguraba las repetidas revisiones de un mismo trabajo. Las labores iban y venían entre aquellas manos al hilo de todo lo que acontecía en el pueblo: sucesos relevantes, secretos a voces o rumores incipientes.

Sin separarse de la máquina más que para hacer las pruebas de vestidos, Rosita cosía junto a la ventana. Le daba al pedal con tal ímpetu que la máquina zumbaba y aquel ritmo frenético desdecía con mucho su cojera. Para algunos era ese el motivo de su soltería, para otros, sabía demasiado, y para la mayoría, se quedó para vestir santos. Pero que se supiese nunca le confeccionó un manto a Santa Rita, ni le remendó el hábito a San Antonio.

Clara nunca llegó a coser más que ojales, pero se convirtió pronto en una recadera indispensable; se adelantaba a las demandas y era memoria para tantas cabezas despistadas. Conocía las necesidades del taller a la perfección porque había conseguido desentrañar su mecánica y se admiraba, a pesar de las rutinas, de la devoción con que Rosita confeccionaba los vestidos, en especial los de novia. En estos encargos especiales su cabeza y sus dedos volaban ágiles, elegía con tino modelos, seleccionaba tejidos, incorporaba encajes, colocaba lentejuelas… actuaba como siguiendo el dictado de una voz clara, una voz que únicamente tartamudeaba si el novio era forastero. Entonces era cuando perdía capacidades, no veía claro el modelo, dudaba en los detalles y era capaz de cerrar las telas con corchetes, ¡hasta a la aguja de su máquina le costaba coser ante lo desconocido!. Ahí fue cuando Clara empezó a sospechar que había detalles que le estaban pasando desapercibidos, que en aquel taller los colores, las agujas, las telas y sobre todo… los botones, tenían un significado. Lo supo el día en que llegó Amalia a pedir consejo para su traje de boda. Por fin se casaba con Mariano, el hijo del cerrajero. Rosita estaba aquella tarde pletórica y aunque le faltaron por concretar algunos detalles, no tenía ninguna duda: el traje llevaría una botonadura de cincuenta y dos botones forrados de tela que seguirían todo el largo de su espalda. Los botones se trataban como joyas, se guardaban en un cofre de madera, envueltos en papel de seda y Rosita reservaba el final de la jornada para deleitarse en su cosido, recreándose en el refuerzo de ese más de medio siglo de felicidad. Lo comprobó más tarde en los vestidos más sencillos: los que llevaban cremallera, cosidas casi con desgana cerraban a cal y canto previsibles desavenencias. Así fueron los vestidos de Carmeta, Vicenta, Alicia y Pepa; con dos botones no había tiempo para hijos, como pasó con los vestidos de Sara, Amparo y Eulalia; botones hasta mitad de la espalda auguraban hijos y tiempo para criarlos; después, casi siempre, una pequeña cremallera. No tuvo tiempo para estudios más largos, había llegado el momento de empezar con su carrera.

Por eso decidía ahora visitar a Rosita, volver al antiguo taller del que habían desaparecido las mujeres, por el cansancio de sus ojos y porque era moda comprar vestidos de novia cosidos para chicas anónimas. Rosita la llevó junto a la ventana, donde permanecía su máquina extenuada, y examinándola atentamente le propuso un sencillo vestido, corto, ceñido a la cintura y con algo de vuelo. Sin perder un minuto comenzó a tomarle medidas.

-¿Llevará botones? –le preguntó Clara con timidez aprovechando que estaba de espaldas.

-Le pondré uno al final de la cremallera –le contestó Rosita

Con el brazo todavía en alto, mientras le medía la sisa, se le desdibujaron todas las pruebas, las del vestido, como si de un tirón una mano certera arrancara los hilos de un mal hilvanado.





14.6.11

para leer


  • Historias de Nueva York
  • Historias de Roma
  • Historias de Londres

Por ser periodista, por escribir cosas interesantes, porque a mi madre le hace gracia Lola que le sigue a todos los países en los que trabaja de corresponsal.



17.5.11

Próxima salida (Pablo)



Subir al tren me evita el infantil ritual de tocar el fuselaje pidiendo con fervor: Avioncito, avioncito llévame al sitio sin sufrir ningún percance. No se trata de un miedo insuperable, pero para ir al congreso yo prefería coger el tren y el que quiera ganar tiempo que vaya volando. El estupor aquí no me lleva más allá de esa fiebre generalizada por hablar bien alto, pegados al teléfono. Para eso se habilita la cafetería, para concentrar a los que se nos hace insufrible escuchar intimidades.

- ¡Hola! -le saluda una cara que le resulta conocida y le mira como si se conociesen- No he podido evitar fijarme en tus pies. Nunca había coincidido con alguien que también tuviese los dedos pegados.

- ¿Los dedos?…¡ah, ya!. La verdad, no le presto mayor importancia. Pero sí, curioso fenómeno este de la sindactilia –le comenta mientras se contemplan los dedos mutuamente.

- Dicho así parece una enfermedad. En mi casa lo llamábamos tener los pies de pato. Cosas de hermanos, venganzas por ser la que mejor nadaba...

Antes de que el silencio prolongado dé la conversación por terminada le pregunta: ¿Lees sobre flores?.

- Sí, cosas de trabajo. En realidad, me dedico a estudiarlas: soy botánico.

- Vaya, no parece que sea una profesión muy demandada en el siglo veintiuno. ¿Qué hace un botánico cuando le rodea el asfalto?

- Pues…se encierra en un despacho para obtener filogenias.

- ¿Otra enfermedad?

- No. Lo siento…, demasiado acostumbrado a utilizar palabras raras. Busco parentescos entre especies de orquídeas. Las organizo por familias, para entendernos.

- ¿Y una vez organizadas?

- Nada. Puro conocimiento sin aplicaciones prácticas. También raro en el siglo veintiuno.

- Rarísimo, pero sugerente. Mi ginecólogo tiene fotos de orquídeas en su consulta. Unas fotografías preciosas en blanco y negro. Dice que se parecen al sexo femenino –le comenta buscando su corroboración.

- Bueno…no sé…–empieza a ruborizarse y adopta el rol de profesor -, el nombre les viene porque el bulbo tiene forma de testículo. Lo que añadiéndolo a tu teoría nos daría una especie particular de hermafrodita: parecidas a un sexo por debajo y al otro por arriba – sonríe pero ella no le presta atención revolviendo en su bolso.

- ¿Me haces un favor?, ¿puedes hacerme una llamada perdida? Parece que me dejé el teléfono en el asiento. -Él le ofrece perplejo su teléfono, como quien se desarma, y ella marca su número.

- Gracias. Lo suponía…, demasiado tiempo sin que sonara –se cuelga el bolso al hombro mientras le dice: pues nada, me alegro que hayamos coincidido. ¡Cuida esos pies y a la familia!.

¡Cómo vamos de locos con el telefonito!. Un punto de razón no le ha faltado: debo cuidar mis pies, al lado de los suyos parecían simiescos. Por un momento pensé que era capaz de leerme el pensamiento, que adivinaba mí escasa experiencia con las mujeres y que sonreía al verme apurado. Me ruboricé y lo notó seguro. Parecía que sabía todo, ¿para que sirve hoy en día un botánico?. Servir, lo que se dice servir… para andar por caminos buscando plantas y que te falten horas para poder observarlas.



1.5.11

Preguntas



Diecisiete años que ya no salgo por el monte con Carlos; doce que Cristina se marchó de casa; veinte que no escucho la voz de Clara. En estos términos de ausencia discurre mi vida, así me marca el tiempo su distancia.

Cada día el corazón me concede una tregua para acercarme hasta la playa; con paciencia llego andando hasta estas piedras convertidas ahora en peldaños imposibles, el único sitio donde puedo fumar tranquilo mi cigarro. Qué sabrá lo que me conviene ese médico de la residencia. Me engañó mi hijo diciendo que allí podría seguir haciendo mi vida como si nada, “Padre, no te preocupes que estarás como en casa, al fin y cabo una habitación fue siempre lo único que tuviste”. Eso sí que es cierto. Mi hijo Carlos me vio desde pequeño dormir en una habitación apartada y austera, un cuarto trastero donde pasaba las noches leyendo, mientras él y su madre cenaban juntos frente a la tele. Tantos años retirado en aquella celda de aislamiento que aprendí a no decir nada, a perder lentamente las palabras, a tratar con normalidad una situación desesperada.


Puede que Carlos venga hoy a verme cuando termine su turno, saldremos un rato al jardín a caminar entre las plantas, a mirar el envés de las hojas por si hay larvas: al jardinero poco le importa si a las pobres las invade una plaga. Buscaremos un poco de sombra en el pinar y allí nos diremos cosas, todas sin importancia. Eso también lo aprendió desde pequeño: para hablar conmigo había que salir de casa, había que ir al campo o a la playa, inventar salidas a la nieve o subir la cima de una montaña. Aunque hablar nosotros hablábamos poco: las preguntas importantes para él eran para mí complicadas y como en un juego nuestro, ante mis muecas de desagrado fue aprendiendo a no preguntar nada.


Carlos es lo mejor que hicimos Cristina y yo, es una buena persona, dirá cualquiera que lo conozca, como lo decía su profesora y aseguraban sus tías llenas de orgullo. Pero el niño bueno se ha convertido en un hombre ausente, un hombre que es un autómata. Él que era un apasionado de las montañas, el loco de las piedras, empeñado en estudiar Geología para pintar la tierra a capas, hoy trabaja devolviendo cambio en el peaje de la autopista, deseando buen viaje a cada conductor que pasa. Qué coraje imaginarlo en su cabina, en otra celda de aislamiento le van pasando los días. El trabajo no es lo más importante, me gustaría decirle, hay otras cosas, debe haberlas, las hay, las hubo, deberías intentar…nunca le digo nada.


“He conocido al hijo de tu amiga Clara, ¿te acuerdas de ella?” me dijo ayer mientras paseábamos. En ese momento necesité sentarme, noté que el corazón se alteraba o el viento sacudía con más fuerza las ramas de los arboles. Me pareció que algunas palabras querían salir, que iba a ser capaz de articular: “Cada día”, pero fue un impulso pasajero, solo asentí.


Clara, recuerdo su mirada escrutadora, planteando sin pestañear las preguntas más incómodas: “Eugenio, ¿tú y yo por qué no nos besamos?”.






12.4.11

Próxima salida






No importa si llego antes de la salida del tren porque acabo subiendo en el último segundo. Las estaciones me entretienen y el tiempo se me acelera viendo pasar ríos de gente arriba y abajo. Me gusta observar las caras. Adquieren fuerza cuando se tiene una determinación, aunque sea pequeña, aunque sea dirigirse a una salida o entrar en un vagón rebosante. Esa pequeña acción ya imprime carácter. Así, evito pensar que hay dos máquinas de billetes que no funcionan o que ya debería estar en pantalla la previsión de llegadas. Amén de preguntarme cómo se realizaron las adjudicaciones del mobiliario o a quiénes dieron la concesión para estas obras.

No haré otra cosa que no sea observar y callar. Hojeo una revista pero se me escapa la vista hacia los andenes. Me gusta cómo se abraza aquí la gente. Dice el horóscopo que esta semana se potenciarán mis poderes paranormales. Poderes. Si los tuviera le daría en el lomo a su libro para averiguar qué tiene de interesante como para que no levante la cabeza.

Se parece a mi hermano o encuentro parecidos a todos los hombres pasados los cuarenta. Sobre todo si son calvos. Se les despeja la frente, se caen los párpados, la nariz y la cara se redondean. Aunque a mi hermano sería difícil encontrarlo con un libro entre las manos y con unas uñas tan limpias. Pasa las páginas muy delicado como si tocara papel de seda. Ni está enfadado, ni lleva anillo. “Eso no quiere decir nada”, dirían enseguida mis compañeras. Pero todo quiere decir algo y el que no piense así es imposible que se anticipe a nada. Yo diría que nunca estuvo casado o si lo estuvo es tema olvidado. Ahora está tranquilo, cansado y un poco triste. Como todo el mundo, solo que algunos no se esfuerzan en ocultarlo.

- Perdona, te han caído los pañuelos. –le digo.

A veces pasa que sin tener poderes paranormales se caen unos pañuelos o se olvida una bufanda en el asiento y entonces tienes una oportunidad de oro para conocer a alguien.

- Gracias –me responde con corrección.

Oportunidad que casi nadie aprovecha. Decimos gracias y demostramos que podemos ser educados. Pocos las dan mirando a los ojos. No parece que tengamos nada que decirnos pero me hubiese gustado que lo repitiera siete veces.

Diría que es serio pero nadie que de verdad lo sea se atreve a combinar una camisa con esas sandalias de aventurero. Supongo que ya sabía esta mañana que iba a subir al tren y que no iba a encontrarse caminos con charcos. Aun así, dejó los mocasines de piel y los calcetines a un lado, sacó los pies de excursión y por eso ahora le sonríen. Aunque no puede mover los dedos alegremente, parece como si los tuviera pegados. Tiene el índice y el corazón pegados. Los tiene, sí. ¡Es un pato!, ¡otro pato!. Como yo.

4.4.11

En la marjal



Con una mano se estira la piel del cuello y con la otra se pasa la maquinilla a contrapelo. Da una pasada larga y lenta sobre la espuma y limpia la cuchilla agitándola en el agua. Cuando oye la cerradura de la puerta, Paco se mira en el espejo y respira aliviado. Al menos, ya está en pie ahora que su mujer ha vuelto de hacer la compra en el mercado, y eso lo deja más cerca de parecer un perezoso que un vago. Lola llega con el cesto cargado y cuando asoma por el vano de la puerta le increpa:

- ¿Pero todavía estás tú aquí? –sorprendida, aunque no tanto.

- ¿Tendré que ir bien afeitado no? –le responde buscando una de sus debilidades.

- Lo que tendrías que hacer es salir más temprano y no cuando el sol cae a plomo.

- Al sol no le tengo yo miedo y a la tierra, que más le da verme “a menos cuarto” que “a y media”. En el campo no hay tiempo, solo constancia. Ni horas, ni final de trabajo.

Para cuando podría estar escuchando las sinrazones de su marido ya se ha ido a la cocina a sacar y ordenar la compra. Desde allí le avisa:

- Ponte la camisa limpia.

- ¡Pero si solo me van a ver los patos!

- La camisa limpia -le repite alzando un poco la voz pero segura de que no va a ofrecer mayor resistencia.

Él saca una de las camisas del armario, limpia y planchada a conciencia. Se la pone y dobla las mangas dejando al descubierto sus brazos velludos. Siempre ha pensado que los pelos de un hombre son como las plumas de los gansos: lo protegen a uno del sol, del agua y los mosquitos. Además ese tronco de gorila siempre ha tenido su encanto, se dice hinchando orgulloso sus pulmones. Comparado con el torso ancho y los brazos recios el resto de su cuerpo es menudo. Piernas de alambre y cabeza de alfiler le dice su mujer que tiene, también cabeza de chorlito y de tortuga, le ha dado por llamarlo últimamente. Será por las profundas arrugas que surcan su cuello, porque casi no tiene labios o porque tiene los ojos grandes y escondidos. De suerte que son verdes y ese filtro le sirve para ver las cosas por su lado más alegre.

Se despide de su mujer y se pone el sombrero de paja antes de subir a la bicicleta. Enfila con entusiasmo las calles del pueblo que llevan hacia los arrozales y en cuanto vislumbra los campos verdes se le aceleran las piernas. Entra por los senderos de tierra levantando con él el vuelo de las garzas, cruza veloz y temerario junto a las acequias. A su paso saluda a los otros campesinos con repetidos golpes de timbre. Su presencia les avisa de que es la hora del almuerzo y para Facundo, que anda ya pesado por el fango, marca el fin de la jornada.

Por fin ha llegado a su parcela, la que queda junto a la Albufera, y sentado sobre el margen se va quitando tranquilamente las alpargatas, pensando en su última cruzada: arrancar todas las malas hierbas de cuajo. Sacar a la fuerza la raíz que se enquista en la tierra. Cree que no funcionan esos venenos que venden. Cierto es que las ve secarse y que se mueren, pero jura que las mismas renacen después con más fuerza.

- Demonios de hierbas –dice en voz alta.

26.3.11

A orillas del Ganges




Cinco de la mañana. A esas horas tan tempranas no podría decir si andan las vacas por la calle. Rápido, sin mirar por donde pisa, llega a través de las callejuelas hasta el ghat, la gran escalera que aboca al río, y en ese inmenso rellano busca al joven viajero que conoció anoche. No tarda en localizarlo. Lo delatan su cabellera rubia y su cara de niño. El querubín, empieza ella a llamarlo, está hablando animadamente con el sadhu, el del turbante rojo y la barba blanca, el que se cansó de la vida placentera y se envolvió en una túnica azafrán buscando retiro. Intenta acercarse a ellos abriéndose paso entre la gente, mientras la abordan decenas de niños ofreciéndole, insistentes, lámparas de aceite o guirnaldas de flores para las ofrendas, de esas que hacen los turistas que no veneran sin pedir a cambio algún deseo.

Una fina lluvia levanta vaharadas de orín en el embarcadero. Deprisa, por la lluvia o las nauseas, el querubín la lleva hasta la barca. El remero ya espera sentado en la proa. Parece un hombre rudo y curtido, no dice una palabra, ni siquiera hace un gesto. Camisa blanca, pantalón oscuro, puede que sin zapatos. Ni falta que le hacen, para andar arriba y abajo paseando a desconocidos por cinco rupias. Empieza a remar, alejándose de la concurrida orilla, hasta que solo se escucha el ritmo regular y lento de los remos.

Desde esa distancia se ve en la orilla la multitud abigarrada, dispuesta en las escalinatas como paletas desordenadas de vivos colores. Dicen que llegan desde todos los lugares de la India para bañarse en estas aguas sagradas, para purificar el cuerpo y el alma. Acuden al alba vecinos y peregrinos, pertrechados con jabón y plegarias. Los que vinieron para esperar a la muerte preparan su nicho y los que todavía dan gracias a la vida se acicalan, o rezan.

Ajenos a los ojos de entrometidos, cada uno hace su tarea en este escenario colectivo, que es a la vez baño y es templo. Cuentan chismes mientras se enjabonan y entran al agua lentamente, sumergiéndose en éxtasis. Aclaran a chapuzones sus cabezas y resurgen recitando con fervor sus oraciones. Se frotan pudorosos por debajo de la ropa y derraman el agua sobre su frente en un íntimo bautismo. Chapotean y beben de esta agua sagrada y sucia. Inmunes.

Ella, que ha venido a recoger sonidos, se fija sobre todo en las campanas, en los insistentes tañidos que llegan desde los templos dedicados a Shiva. Como si de una fiesta se tratara se van uniendo otros instrumentos: campanillas, crótalos, cascabeles y hasta cencerros. Rudimentario, sí. Hasta que alcanzan la zona de los pudientes y llegan mantras por megafonía. Los saris le parecen entonces de colores más vivos y refulgentes. Siempre hubo castas.

Apenas separado de toda esta algarabía se encuentra el crematorio. El remero señala entonces para que ella apague la grabadora negando tajante con la cabeza. Tampoco se perderá nada puesto que todo es silencio. Una gran pira de fuego engulle voraz el combustible que llega en grandes barcazas; un tránsito continuo de muertos esperan para romper con la rueda de las reencarnaciones; y un único deseo: el de librarse del cansancio que supusieron tantas vidas. Todos quisieran mezclarse con las aromáticas cenizas del sándalo y lanzarse de nuevo al agua, pero no hay tanto dinero para gastar en leña, a veces ni el suficiente para garantizar un total traspaso. Por eso flotan con la corriente miembros a la deriva, olvidados. “Qué absurdo” dice el querubín contrariado al encontrarse un tronco desmembrado. El remero, con expresión de disgusto, hace acopio de saliva entre sus dientes negros y escupe al río.


15.3.11

En vela


La gata del solar ronronea si no tiene de qué preocuparse, si busca hacer amigos o si se entretiene, porque es coqueta. Maúlla quejosa si le da mucho sol en la cara y ladea insinuante su cabeza si se siente observada. Ahora no busca la complacencia de nadie. Hace rato que se lamenta y parece desconsolada. Dirías que llora, que no entiende por qué esos gatos, tan educados en apariencia, no bajan a estar con ella. Deben de conformarse acompañando a las damas, o serán fieles y no causan problemas, o tal vez son castrados, sin otro deseo más urgente que el orinar en su bandeja. Pero ella no quiere ahondar en la pena y la aleja pensando “otros habrá en el vecindario que serán más útiles”. Entonces vocifera, en parte porque está enfadada y en parte porque ordena, ¡qué se muevan ahora mismo los gatos apoltronados! Los que están en el sillón viendo la tele, y piensan si sí o si no salir de casa, sopesando más los contras, por pura pereza. Porque el programa que están echando es malo pero andar por la bajante es un riesgo, y ya no creen tener siete vidas y seguro acaban en el veterinario. “Que salga misi que tiene mejor acceso por el tejado” piensa uno desparramado en el sofá, “que salte fiero que es joven y le van esas pelanduscas” piensa el otro aovillado sobre su colcha. Ni uno ni otro se mueven y la gata empieza a impacientarse, no porque los espere, ¡qué ha de esperar de esos acomodados! Ella sigue su instinto y allá ellos con sus concesiones. Entonces, más que maullar grita, enviando un aviso urgente para los callejeros. Esos gatos pardos que deambulan insomnes calle arriba y abajo, un poco aburridos y sin otra ocupación que inspeccionar las trampillas y vigilar los desagües. Lleva un rato llamando y éstos tampoco aparecen y ella empieza a desesperarse. ¡Malditos indigentes que acaban siempre prostituidos!, Amigos de esas viejas que les ofrecen puntuales raciones de enlatados por dos lametones y tres carantoñas. No piensa la gata que la naturaleza la abandone a su suerte, ni se plantea esperar paciente la llegada de un nuevo celo. Lanza ahora alaridos, maullidos de honda vergüenza. Reniega de los de su especie y los insulta llamándolos mininos de peluche y felinos de baratija, los amenaza con ir a buscar un caniche. Espera que esos insultos lleguen al puerto, a oídos de algún gato salvaje. Que venga al menos uno de esos pendencieros, apestando a humo y oliendo a raspa, de esos que juegan a las cartas y relamen el vino, que no buscan más trato con los humanos que el de aprovechar sus desperdicios.

Berta se ha despertado de su plácido sueño por algo parecido a un llanto pero que no era de un niño. Ha sido la gata tricolor que vive en el solar y ve tomando el sol por la mañana. Maullaba, al principio insistente y algo apenada, más tarde sin recato y angustiada. Afortunadamente, parece que ya se ha calmado. “Pobre” piensa mientras se acerca a buscar la espalda de su marido que está durmiendo a su lado. Despacio, lo cubre con mimo, lo arropa apretando el pecho contra su espalda, se pliega con sigilo en su cadera y dobla las rodillas para acoplarse en sus corvas. Roberto inspira hondo y de repente se sacude, o le da un espasmo, o algo a medio camino entre reflexionado y reflejo pero inconfundible. Entonces Berta se separa y se vuelve mirando al techo, con los ojos abiertos, sabiendo que a oscuras no se ve nada, y los abre cada vez más y piensa en la gata, en la certeza de que encorvaría su lomo y erizaría su pelo.

20.2.11

14.2.11

Receta





Lleva un rato troceando la calabaza con dificultad y cierto esmero. Consciente de su poca maña con el cuchillo se enfada con la cucurbitácea por tener esa piel tan dura y adherida. Deja los dados en el recipiente de bambú y se vuelve sobre el libro, casi devota, pidiendo que el próximo paso sea un poco más fácil. “Incorporar el puré de calabaza a la cebolla y condimentar. Dejar cocer cinco minutos”. Puede que éstas sean las mejores recetas de la cocina vegetariana y su autora una reputada cocinera, pero empieza a recriminarle que explique la preparación sin contemplar el tiempo real para realizarla. Además, sospecha que evita deliberadamente hablar de las dificultades. Pone el minutero para que la avise y agradece ese momento de tregua. Mira el desorden que se ha montado en la cocina pero sonríe, en parte porque no quiere confesar cual es motivo por el que anda ahora encantada cociendo verduras, aunque a decir verdad, nunca necesitó grandes argumentos para cambiar su dieta.

De momento, no se ha parado a pensar cómo va a resultar esa combinación de calabaza con tomillo, o tal vez no quiere, porque si lo hace puede que el primer sabor que le venga a la cabeza sea el del postre con miel; sacada del tarro con aquel artilugio mielero, levantándolo muy alto, hasta casi rozar el techo. Porque los techos de la Lluna eran increíblemente bajos y aunque recorrieron todos los restaurantes de la ciudad se quedaron atrapados, o tal vez prendados, en aquella casita de azulejos de cerámica y antiguas vigas de madera. Era como pasar por casa de la abuela y quedarse a cenar en el reducido espacio que tenía para sus invitados entre la cómoda y la hornacina para el santo. Desde las diminutas mesas podías verla trajinando en la cocina, enmarcada entre las ollas, tan absorta en su tarea que entendías que no le preocupaba si los manteles eran distintos, ni restituir la vajilla dañada, ni seguir un criterio homogéneo para las tazas. Probaron todos los platos de la carta y establecieron un menú inamovible: ensalada griega, lasaña de verdura y pastel de calabaza. Lo degustaron sin aburrirse durante cuatro años, tiempo suficiente para llegar cada semana y poder pedir “lo de siempre”, para acabar conociendo a la familia, y para que Carlos, el menor de los hijos, aquella noche, después de tanto tiempo, se alegrara de verles.

Sentados delante de San Ramón parecía que les costaba encontrarle el gusto al plato, hablaron poco y solo se atrevieron a abordar temas livianos: el tiempo lluvioso, los horarios de las comidas o las dificultades para hablar el idioma. Sin ganas llegaron al postre y cuando les trajeron aquella fuente de porcelana que llevaba el tarro de miel, los terrones de azúcar negro, la melaza y hasta el edulcorante natural no tuvieron el estómago para endulzarse la taza y fue entonces cuando Lucas le preguntó:

- ¿Aplacaste ya el gusanillo de irte fuera?.

- He pedido otra beca para continuar con el trabajo .-Buscó algo que más que añadir pero solo se le ocurrió preguntarle:

- ¿Tú qué harás?

- Nada –contestó él.

Uno no anda convencido de querer terminar con el sufrimiento de los animales para ponerle las cosas difíciles a la persona que tiene delante; ni se plantea evitar hacer daño a los demás con la idea de asegurarse una vida indolora; ni siquiera puede declarar que ahora tiene un enemigo, porque forma parte suya, aunque ande queriendo dejarle. No conoce el extraño mecanismo por el que se ordenan las prioridades, ni el sentido hacia dónde se dirigen los anhelos de cada uno. Por eso ha dicho nada, porque no lo entiende y porque no piensa librar con ella una batalla.

En dos minutos va a sonar ese tomate verde que tiene por avisador y añadirá la harina y la leche hasta que la mezcla espese. El resultado no tendrá nada que ver con la fotografía de las croquetas apetecibles, pero ya intuía que había algo oculto en la receta. Las cosas, aunque lo parezcan, no resultan tan fáciles.