14.12.09

LAGRIMAS DE COCODRILO


La figurita del peatón en verde se mueve. Parece que se mueve. Se consigue este efecto óptico encendiendo y apagando las lucecitas (llámalas LEDs) a una velocidad que el ojo percibe como movimiento.

Miraba el muñequito verde que quiere salir del semáforo y no puede. Tiene cuarenta segundos y nunca no lo consigue. Así pasa los días.

De repente empiezo a llorar. Ni de pena, ni por solidaridad con su causa más que perdida. Las lágrimas me salen involuntariamente del lagrimal. Un descenso brusco de isobaras o alguna compleja asociación del subconsciente, qué sé yo!

El muñeco se ha puesto ahora rojo, quieto, tenso.


Entonces recuerdo que he ido a la farmacia.


-Querría alguna cosa para el ojo, algún colirio... lagrimas artificiales, no sé...


Me expresé mal, porque en verdad quería decirle: “Enséñame todo lo que tengas para humedecer los ojos, desde lágrimas de cocodrilo en monodosis hasta suero fisiológico en garrafas de cinco litros. Ya elegiré yo lo que me convenga según mi criterio”. Pero ante mi incertidumbre la dependienta se creció. Por un momento se creyó doctora en oftalmología y como quien da de comer a los cerdos me dijo:


- VISPRING!!! (que debe ser el producto que mayor rédito le deja en la farmacia).

-Es un colirio?,.. tienes algo de lágrimas? -le digo como el que espera algo más que ese triste repertorio

-Es lo mismo -me responde mientras añade mental, pero claramente, “necia desagradecida”.

-Me parece que las lagrimas sólo humedecen y el colirio lleva algo de medicamento.

Me expresé mal, porque en verdad quería decirle: “Se ve que la Facultad de Farmacia regala las licenciaturas, si es cierto que te llamas Josefina Valero y eres farmacéutica (lo leí en su identificación). Seguro que tampoco ves la diferencia entre un colirio y un enema”.


-Enséñame lo que tienes de lagrimas y/o colirios


Esta vez me expresé bien, pero parece que no le gustan los clientes que vocalizan por cómo dejó las cajas en el mostrador.

Después de tener los productos en el mostrador, me dediqué a leer su composición, parecía que podía distinguir entre la tetrizolina y la nafazolina, entre el hammamelis y la eufrasia.


-Este quiero -le digo decidida.


También aquí me expresé bien, pero tampoco le gustó, por el respingo.


Al llegar al semáforo me quedé observando este muñequito que quiere salir de la cajita y no puede. Tiene cuarenta segundos y vuelve a pseudocaminar. Esta vez me grita:


-¿Quieres pasar ya?


26.10.09

Un recuerdo navideño TRUMAN CAPOTE

Imaginad una mañana de finales de noviembre. Una mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.
Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.
-¡Vaya por Dios! -exclama, y su aliento empaña el cristal-. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!
La persona con la que habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña.

-Lo he sabido antes de levantarme de la cama -dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de determinada excitación-. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas y vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero. Tenemos que preparar treinta tartas.
Siempre ocurre lo mismo: llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga, como si inaugurase oficialmente esa temporada navideña anual que le dispara la imaginación y aviva el fuego de su corazón, anuncia:
-¡Ha llegado la temporada de las tartas! Vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.
Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y con un corsé de rosas de terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos juntos el carricoche, un desvencijado cochecillo de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un correoso animal que ha sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando en pos del carricoche.
Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la cocina, descascarillando una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y heladas! ¡Caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da furtivamente un pedacito, pese a que insiste en que nosotros ni siquiera la probemos.
-No debemos hacerlo, Buddy. Como empecemos, no habrá quien nos pare. Y ni siquiera con las que hay tenemos suficiente. Son treinta tartas.
La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo transforma la ventana en un espejo: nuestros reflejos se entremezclan con la luna ascendente mientras seguimos trabajando junto a la chimenea a la luz del hogar. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas cáscaras al fuego y, suspirando al unísono, observamos cómo van prendiendo. El carricoche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.
Tomamos la cena (galletas frías, tocino, mermelada de zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y piña hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de harina, mantequilla, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡si nos hará falta un pony para tirar del carricoche hasta casa!
Pero, antes de comprar, queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y lo que nos ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, o recoger flores para funerales y bodas. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de rugby. Sólo porque participamos en todos los concursos de los que tenemos noticia: en este momento nuestras esperanzas se encuentran en el Gran Premio de cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de cafés (nosotros hemos propuesto "A.M."; y después de dudarlo un poco, porque a mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan: "¡A.M.! ¡Amén!"). A fuer de sincero, nuestra única actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las atracciones consistían en proyecciones de linterna mágica con vistas de Washington y Nueva York prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el Monstruo era un polluelo de tres patas, recién incubado por una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al polluelo: les cobrábamos cinco centavos a los adultos y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción de su principal estrella.
Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos escondidos este dinero en un viejo monedero de cuentas, debajo de una tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:
-Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien.
Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia, usado cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar las verrugas.
Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte remota de la casa, y que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa chillón, su color preferido, cubierta con una colcha de retazos. En silencio, saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su secreto escondrijo el monedero de cuentas y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de un dólar, enrollados como un canuto y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un difunto. Preciosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como guijas de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de hediondas monedas de un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa nos contrataron para matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los centavos, es como si volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos tiene facilidad para los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos a empezar. Según sus cálculos, tenemos 12,73 dólares. Según los míos, trece dólares exactamente.
-Espero que te haya equivocado tú, Buddy. Más nos vale andar con cuidado si son trece. Se nos deshincharán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en la vida se me ocurriría levantarme de la cama un día trece.
Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sustraemos un centavo y los tiramos por la ventana.
De todos los ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de adquirir: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo el mundo sabe que se le puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos encaminamos a las señas del negocio de Mr. Jajá, un "pecaminoso" (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel negra como la tintura de yodo, reluciente cabello oxigenado, y aspecto de muerta de cansancio. De hecho, jamás hemos puesto la vista encima de su marido, aunque hemos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navajazos en las mejillas. Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe. Cuando nos acercamos al bar (una amplia cabaña de troncos, festoneada por dentro y por fuera con guirnaldas de bombillas desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al juzgado uno de los casos. Naturalmente, esta clase de cosas ocurren por la noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:
-¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?
Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es Mr. Jajá Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices; y no sonríe. Qué va, nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere saber:
-¿Qué queréis de Jajá?
Durante un instante nos quedamos tan paralizados que no podemos decírselo. Al rato, mi amiga medio encuentra su voz, apenas una vocecilla susurrante:
-Si no le importa, Mr. Jajá, querríamos un litro del mejor whisky que tenga.
Los ojos se le rasgan incluso más. ¿No es increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.
-¿Cuál de los dos es el bebedor?
-Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para cocinar.
Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.
-Qué manera de tirar un buen whisky.
No obstante, se retira hacia las sombras del bar y reaparece unos cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin etiqueta. Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:
-Dos dólares.
Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo. De repente, al tiempo que hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si fueran dados, se le suaviza la expresión.
-¿Sabéis lo que os digo? -nos propone, devolviendo el dinero a nuestro monedero de cuentas-. Pagádmelo con unas cuantas tartas de frutas.
De vuelta a casa, mi amiga comenta:
-Pues a mí me ha parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita más de pasas en su tarta.
La estufa negra, cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan vueltas como locas las cucharas en cuencos cargados de mantequilla y azúcar, endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores combinados que hacen que te hormiguee la nariz, saturan la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. Al cabo de cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.
¿Para quién son?
Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí. Además, los cuadernos en donde conservamos las notas de agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.
Una desnuda rama de higuera decembrina araña la ventana. La cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las últimas a correos, cargadas en el carricoche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para pagar los sellos. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al poco rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbreando esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claqué en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes; nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre falda de calicó con la punta de los dedos, igual que si fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa.
Entran dos parientes. Muy enfadados. Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchad lo que dicen, sus palabras amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción iracunda:
-¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has vuelto loca! ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal camino! ¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!
Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena y se va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo se haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una viuda.
-No llores -le digo, sentado a los pies de la cama y temblando a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé el invierno pasado-, no llores -le suplico, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas-, eres demasiado vieja para llorar.
-Por eso lloro -dice ella, hipando-. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.
-Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oye, como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.
Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.
-Conozco un sitio donde encontraremos árboles de verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes como tus ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá nos traía de allí los árboles de Navidad: se los cargaba al hombro. Eso era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy porque amanezca.
De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el carricoche. Queenie es la primera en vadear la corriente, chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que pilla una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los utensilios (un hacha pequeña, un saco de arpillera) sostenidos encima de la cabeza. Dos kilómetros más: de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas truchas hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un pétalo cuando levanta la cabeza para inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.
-Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy? -dice, como si estuviéramos aproximándonos al océano.
Y, en efecto, es como cierta suerte de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos. Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la cantidad suficiente de verde y rojo como para adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.
-Tendría que ser -dice mi amiga- el doble de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella.
El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume viril y helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar. Muchas felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan precioso, ¿de dónde lo habéis sacado?
-De allá lejos -murmura ella con imprecisión.
Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del rico dueño de la fábrica se asoma y gimotea:
-Os doy veinticinco centavos por ese árbol.
En general, a mi amiga le da miedo decir que no; pero en esta ocasión rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:
-Ni por un dólar.
La mujer del empresario insiste.
-¿Un dólar? Y un cuerno. Cincuenta centavos. Es mi última oferta. Pero mujer, puedes ir por otro.
En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:
-Lo dudo. Nunca hay dos de nada.
En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.
Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda ?como la vidriera de una iglesia baptista?, que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de comprar los esplendores made-in-Japan que venden en la tienda de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre: pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de papel de estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas estas creaciones al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.
-Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?
Queenie intenta comerse un ángel.
Después de trenzar y adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia. Pañuelos teñidos a mano para las señoras y, para los hombres, jarabe casero de limón y regaliz y aspirina, que debe ser tomado ?en cuanto aparezcan Síntomas de Resfriado y Después de salir de Caza?. Pero cuando llega la hora de preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que podría alimentarse sólo de ellas: -Te lo juro, Buddy, bien sabe Dios que podría..., y no tomo su nombre en vano-). En lugar de eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha dicho millones de veces: -Si pudiera, Buddy. La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo. Quizás la robe-). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo una cometa: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a ése nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está bien: porque somos los reyes a la hora de hacer volar las cometas, y sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que flote una cometa cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.
La tarde anterior a la Nochebuena nos agenciamos una moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su regalo tradicional, un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si fuese una de esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.
-¿Estás despierto, Buddy?
Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al lado del mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela encendida.
-Mira, no puedo pegar ojo -declara-. La cabeza me da más brincos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt servirá nuestra tarta para la cena?
Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la mano diciendo te quiero.
-Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?

Yo le digo que siempre.
-Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado venderme el camafeo que me regaló papá. Buddy -vacila una poco, como si estuviese muy avergonzada-, te he hecho otra cometa.
Luego le confieso que también yo le he hecho una cometa, y nos reímos. La vela ha ardido tanto rato que ya no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda mala intención, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo claqué ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es Navidad, y no pueden hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se pueda imaginar, desde hojuelas y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo cual pone a todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad, estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos que no conseguimos tragar ni un bocado.
Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, un jersey usado, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan de quicio. De verdad.
El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su regalo favorito es la cometa que le he hecho yo. Y, en efecto, es muy bonita; aunque no tanto como la que me ha hecho ella a mí, azul y salpicada de estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más, lleva mi nombre, "Buddy", pintado.
-Hay viento, Buddy.
Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada Quennie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despatarramos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestras cometas. Me olvido enseguida de los calcetines y del jersey usado. Soy tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares de ese concurso de marcas de café.
-¡Ahí va, pero qué tonta soy! -exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno-. ¿Sabes qué había creído siempre? -me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda-. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son -su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso-, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.
Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.
La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no cuenta. Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.
Y ella sigue allí, rondando por la cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. ("Querido Buddy", me escribe con su letra salvaje, difícil de leer, "el caballo de Jim Macy le dio ayer un horrible coz a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el carricoche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus Huesos...") Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no tantas como antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me envía "la mejor de todas". Además, me pone en cada carta una moneda de diez centavos acolchada con papel higiénico: "Vete a ver una película y cuéntame la historia." Poco a poco, sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando: "¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!"
Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya había recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta como una cometa cuyo cordel se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un par de corazones, dos cometas perdidas que suben corriendo hacia el cielo.

8.10.09

Trae algo de la capital



La organizadora del Nómada supermarket en Madrid no quiso clasificar el evento ni como feria vintage, ni manga, ni craft… ni Lily, ni Lolita. Lo repetía para la prensa y lo dramatizaba para la televisión. Lo llamaron entre todos “feria del diseño alternativo”. La organización dijo que fue un éxito. También lo dice en su blog Santa mistura, que se quedó pronto sin mercancía y ofreció portes gratuitos para todos sus clientes-feria.
Tampoco Paco Martínez Soria podía definir aquello. Rodaba por el recinto y a cada vuelta conseguía un vale para tomar cerveza. Vagaba por las minúsculas mesillas y terminaba aturdido en la zona de descanso. Sentado sobre un cubo rojo pensaba qué llevarse al pueblo. Aquella feria no era lo que esperaba, no cabras, no azadas…¡Cómo había cambiado la capital!. De repente…aquella música…, aquellas notas…, era la malagueña, …más rápida, sí; pero inconfundible. Seguía su ritmo acelarado con la zapatilla. Al fin y al cabo tampoco habían cambiado tanto las cosas. Se vino arriba, dio otra vuelta y acabó comprando los brochecitos más inverosímiles.

24.9.09

take this waltz


El velódromo Luís Puig será el recinto donde tenga lugar el concierto de Leonard Cohen en Valencia. El poeta canadiense interpretará sus canciones en medio del vaho sudoroso que dejaron los atletas en su última competición. Buscará la armonía entre las frías vibraciones del hormigón y el polivinilo.

-Lo siento pero ahí no podré cantar
-Te entiendo, es como dar un concierto en un canódromo o un hipódromo, un espacio animal, vamos.


Leonard Cohen salió al escenario como quien escapa de una lluvia caída detrás del telón. Llegó al centro del escenario y se quedó clavado, estupefacto. Vestía traje negro impecable y sombrero. El público al verlo empezó a aplaudir de pura impresión. El impacto de la elegancia. Fue en ese instante de calor humano cuando el cantante despertó de su estado hipnótico. Olvidó la horrible sensación espacial que tenía y empezó el recital.

-Dance me very tenderly and dance me very long
We're both of us beneath our love, we're both of us above
Dance me to the end of love...

- Por mi ya puedes terminar el concierto, no te tortures más. Espera…, déjame buscar unos prismáticos, quiero ver tus últimas canas.

Mientras interpretaba la tercera canción de su repertorio, Leonard Cohen se desvaneció ante el público que se congregaba en el velódromo Luís Puig. Los músicos que lo acompañaban lo sacaron del escenario y tras una larga espera la organización decidió suspender el concierto. Corte de digestión lo llamaron.
Cabía la posibilidad de otra fecha sí, pero no la hubo. Contra todo pronóstico, la organización devolvió el dinero de la entrada.

- Era un regalo
- Gracias

18.5.09

MOROCO......................................Chapter one

Aunque mi mochila está poco acostumbrada a llevar tacones, este viaje bien merecía una excepción. Estar invitada a una boda con la única credencial de ser amiga de una amiga de una amiga del novio, me parecía un exceso de democratización y un claro desprecio a la costumbre de confirmar la asistencia bajo un número de cuenta. Aquí, con ese rango no se me permitiría escuchar, ni de lejos, la música de la orquesta, pero parece que en Asilah, el protocolo es mucho más flexible. Añado a la mochila un vestido negro muy discreto y el bolso de mano de rigor. Vestir de esta guisa me parece una impostura tal, que preferiría que me obligaran a llevar caftán.

Asilah ofrece como reclamo turístico una amplia oferta de “casas con encanto” pegadas al mar, en una cuidada medina en blanco y azul. Sin despreciar este conjunto arquitectónico, soy de las que prefiere encontrar el encanto en los cafés, centro cultural y social masculino por excelencia. Aunque sentarse parezca una imprudencia, no está prohibida la entrada a las mujeres.

Pero es que las mujeres están en casa, como Amal, que trasiega todo el día con sus cuatro hijos y es capaz de cocinar con su pequeña subida a horcajadas en su hombro izquierdo. Mientras remueve el tomate repite a menudo para que no se alboroten: ¡Como me enfade iré a buscar a los hombres al café!, razón no le falta, porque en el café encontrará seguro al abuelo, puede que a su marido, su hermano o su cuñado; sentados alrededor de pequeñas mesas de mármol, tomando té, charlando o mirando la televisión.

Que la puerta en esta casa esté cerrada no es más que un seguro infantil, únicamente indica: “pasar la mano por la reja si se quiere entrar”, o mejor: “entra tú mismo”, fácilmente puede pasar todo el vecindario tres veces en un día; entran las vecinas para comentar detalles, los primos mayores con algún recado, la abuela va sacando a los pequeños a demanda y Amal lleva toda la intendencia con una paciencia que tumba; pero yo, necesito que me de el aire.

Relegada de obligaciones domésticas no encuentro mejor sitio que el café para tomar un desayuno con tranquilidad. Me retiro con los hombres y empiezo el día con un buen zumo de naranja; hago como que me entero de las noticias que pasa Al-Jazeera y espero a que llegue mi cruasán directamente de la boca del horno. Seguiré mi rutina doméstica en la terraza, es la hora de un laaaaargo vaso de té con hojas de menta.

Pasar el tiempo en una terraza es la manera ideal para que la ciudad y su gente me encuentren a mí. No estoy en una calle principal y sin embargo, el tránsito es incesante: coches, motocicletas, asnos y carretas. Pasan los asnos cargados hasta los topes de melones amarillo chillón, las carretas cargan pirámides de sandias y va llegando la gente del campo con sus cubos repletos de melones, higos chumbos y menta. Ellas y ellos visten chilabas de hilo grueso y llevan gorros de paja con adornos
de lana de colores.
Si en la esquina, bajo una sombrilla de colores, tres señoras hacen corro mientras intentan vender cinco kilos de higos chumbos, siete sandias, algunos puerros y un montoncito de pimientos, algo grave le ocurre al tendero de enfrente, saca de la tienda cajas de envases de cristal que lanza con furia a la calle pero mis compañeros de terraza ni se inmutan, acostumbrados deben estar a su carácter irascible. Otros más curiosos sí se acercan, crecen los gritos y la tensión. Al rato, al ver que ha llegado el furgón de la policía me decido a preguntar qué pasa, parece que el tendero no está dispuesto a permitir la venta ambulante frente a su puerta, los agentes se lo llevan a declarar a la comisaría. El cierra la puerta con candado y se dirige dignamente al vehículo, mientras se disuelve el grupo de mirones.

Desde mi puesto de vigía sigo escrutando la calle, repleta de pequeños comercios y oficios, desde la tapicería vacía hasta el solicitado locutorio con acceso a Internet. Haciendo inventario de tiendas, reparo en una placa metálica, un letrero pintado a mano promociona: “salón de beauté Jasmine”, miro mis pies que me suplican una sesión de cuidados. Jasmine, no me esperaba claro, pero trabaja aunque no se haya pedido cita, me prepara un barreño con agua caliente y empieza la necesaria pedicura.

27.4.09

Sísifo rescue



“Los dioses condenaron a Sísifo a empujar eternamente una roca hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Pensaron con cierta razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. Durante el regreso de la roca al llano, en cada uno de esos instantes, cuando abandona las cimas, Sísifo es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. La clarividencia que debía ser su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se supere mediante el desprecio. Si el descenso se hace ciertos días con dolor, puede también hacerse con gozo…”. Me remonta como “Agua del Carmen” este libro de Albert Camus. Lo tengo claro, cargaré otra piedra.
Puede que alguien quisiera que descansara mi alma y hoy recibí un correo electrónico en el que me colmaron de datos: perdón por el retraso en el veredicto, no se pudo hacer antes; perdón porque no pudimos enviarle el horario del evento, problemas técnicos; disculpas desde la comisión organizadora; el jurado del premio fue: menganita, fulanita, zutanita y otra fulanita; los premiados fueron: menganito, fulanito y zutanito. Gracias por su esfuerzo. Pronto podrá leer las obras premiadas aquí. Justo en ese momento de aturdimiento Alberto me ha dicho: “Coge la piedra, átale una cuerda, después juega con ella a voluntad”. Seguí su consejo y entonces entré en Google, por si pudiera averiguar algo sobre afortunados, lo que es la World Wide Web, confabulación, concordancia 100%, páginas con soluciones, pero sobre todo la posibilidad de seguir jugando a encontrar lianas. Faccebook tu aliado y… ¡Oh, desgracia! no estoy en ese grupo de amigos…Hay una nota en el muro para mí. ¿Por qué tu crees?.
a) Porque no nos llega para pagar la hipoteca
b) Porque nos hace falta renovar el material de montaña
c) Porque mando yo y hago lo que me da la gana
Obviamente las tres respuestas son válidas. Estupor en el sistema absurdo. Al mito postmoderno le quitaron la posibilidad de ver caer la piedra, le despojaron de la fracción en la que se creía amo y señor de su destino. El Sísifo de hoy sube la piedra a la cima y de repente la encuentra abajo. A ver qué hace con su destino.

26.4.09

Sant Jordi gris

He de remontarme a mis nueve años para recordar un descoloque semejante. Ese día maldito recogí una calabaza, acostumbrada como estaba yo a los jardines en flor. En aquella papeleta del Conservatorio de Música, algún estúpido estampó: “suspenso” y lo adornó con un sello oficial en forma de lira. Puede que mi audición fuese tan ridícula como la de los participantes de algunos castings, pero yo iba a la capital, al gran Conservatorio de Música, sin más pretensiones que cantar lo que Carmen Pilar tenia a bien enseñarme cada martes y jueves en la Sociedad Musical. Aquellos canallas que nos llamaban a cantar el DO RE MI delante de todo el auditorio, consideraron que no tenia talento musical y firmaron la papeleta del desconcierto. El camino de regreso a casa fue un puro canto, un largo sincopado de ahogos con lágrimas fusas y semifusas. Tal era mi desconsuelo que Carmen Pilar no se atrevió a abandonarme, prefirió llevarme a casa y dejarme directamente en brazos de mis padres, solicitando el alivio que proporcionaban unas gotas de “Agua del Carmen”.
Hoy iba a Barcelona gracias a mi relato sobre Nepal. Recogía mi primer reconocimiento literario de manos del presidente del Club Alpí de la Universidad Autónoma y para celebrar mi entrada en el mundillo me iba después a las Ramblas. Observaría todo desde arriba, por ese efecto elevador que da la euforia, pero me sentiría codo con codo con esos escritores reconocidos que se han pasado el día firmando ejemplares. Todos tenemos un comienzo.
Pasé la semana con el teléfono en el bolsillo por si sonaba, un cargador en el bolso por si la batería se terminaba y otro en el coche… por si acaso. He revisado el correo electrónico regularmente, con más insistencia si cabe, a las horas en que podría terminar la deliberación de un jurado. A día de hoy, que se entregan los premios, nadie me ha dicho nada; silencio, ni llamada, ni correo electrónico, ni siquiera un SMS escueto, sin sellos con liras, que diga: “Su relato es una mierda. Gracias”.

25.3.09

Cuestion de acostumbrarse

Comprendo cómo se siente un actor de Bollywood cuando le asaltan con un montón de cámaras y micrófonos. Mi madre me mostraba orgullosa ante los objetivos a los pocos días de nacer. Quedó constancia de mis primeros llantos, pasos, juegos infantiles y de mis tentativas como pastor. ¡Me acostumbré tan rápido a salir bien en la foto! Aprendí a poner mirada de pillo y sonrisa apretada, disfrutaba reconociéndome en las pequeñas pantallas, con mis cortos pantalones de chándal y la chaqueta de lana de la abuela. Soy la imagen de varias organizaciones no gubernamentales y fui protagonista frecuente en documentales y reportajes. Nunca hubo un permiso paterno, ni por supuesto, un mísero contrato de explotación de imagen. Así son las cosas en el valle del Khumbu.

Quienes pasan por mi aldea lo hacen sin dejar de mirar por el visor de su cámara. Sienten debilidad por hacernos fotografías y les llama poderosamente la atención nuestra cocina, los motivos religiosos e incluso las lechugas que cultivamos. Tratan como una primicia que la abuela ordeñe el yak y acribillan de fotos a mamá si se pone el collar de turquesas de su dote. Nos inmortalizan con el rebaño, en la casa, cargando leña o rezando.
Al principio todos los que llegaban a Jorsalle fueron mis friends, saludaban alegremente: “¡Namaste!” y se paraban a descansar junto al muro de la casa. Señalando el paisaje intentaban explicarme que aquello era extraordinario. Pasábamos un rato juntos, mirando las montañas y a veces, se encontraban a mi hermana Rekha que bajaba cargada de mazorcas. Muchos intentaban levantar su cesto, se ponían la cinta en la frente y al intentar enderezarse no lo conseguían; no tenían suficiente fuerza y eso que mi hermana no tenía más de diez años. Reíamos un buen rato y nos hacíamos fotos. Tras miles y miles de posados, en siete años solo llegaron a casa cuatro fotografías, así que empecé a llamarles simplemente visitors.


Al valle llega gente de todo el mundo porque aquí crecieron las montañas más altas. Perdidas en medio del Himalaya nuestras aldeas quedan lejos de todo, lejos de todo sí… pero en la falda de los ochomiles. Nosotros nunca las vimos como ochomiles, ni vivimos con la idea de alcanzarlas, pero si eres alpinista quieres subir y conseguir las catorce grandes, aunque sea muy peligroso, aunque falte el oxígeno allá arriba. Sobretodo, quieres alcanzar la cima de “la madre del universo”, la que llaman Everest. Para coronar el Chomolungma empezaron a llegar las expediciones y cuando los primeros hollaron la cima, otras siguieron intentando ser las primeras: la primera sin oxígeno, la primera de mujeres, la primera… de cada lugar de la tierra.

La mayoría de los que vienen hasta aquí se conforma con acercarse un poco, sentir la imponente presencia de estas montañas y desear que el sol no esconda las vistas. Sin pasar más riesgos de los que supone la aclimatación a la altura. Para éstos se inventaron los viajes de aventuras en su modalidad de trecking. La aventura les hace pasar por los puentes tibetanos, les aposenta en confortables lodges, les lleva de paseo a lomos de un yak y cuenta con el servicio de porteadores.
Caminan con sus botas pesadas en pequeños grupos y destacan por el color chillón de sus chaquetas, llevan mochila y bastones de acero en las dos manos. Su ropa es de mucha protección, contra el frío, el agua y el viento; supongo que nadie les ha dicho que si paran el viento impiden también que les lleguen las oraciones y entonces sí quedan desprotegidos.
Cuando llegan a Namche Bazar mi padre se une a alguno de estos grupos y les acompaña hasta el campo base. Aunque ahora solo hace pequeñas travesías, mi padre es un trigre, un sherpa de los que llegaba hasta el final, fuerte y capaz de anticiparse a los peligros. Todavía hoy puede cargar con tres mochilas a la vez, aunque éstas contengan libros, juegos y chang.

Cuando mi padre empezó su trabajo como porteador, esperábamos impacientes el fin de la estación de lluvias para que llegasen los grupos. Algunos se quedaban varios días por aquí y entonces mamá preparaba ollas grandes de lentejas con arroz, en casa se vivía un continuo ambiente de fiesta.
Con los amigos de los treckings aprendimos las primeras palabras en inglés, en casa todos chapurreábamos algo; todos, excepto mi hermano Kamal, al que sólo le interesan los yaks, que sentía una total indiferencia por los teléfonos móviles aunque tuviesen GPS. Tuvimos tantos amigos que muy pronto mi hermana Rekha y yo aprendimos a hablar inglés, algo de lo que mi padre se sentía muy orgulloso. Las primeras conversaciones fueron siempre de avionetas y de pistas de despegue. Era el efecto del aeropuerto de Luckla y del impacto de su pista de despegue: una carretera recta abocada al abismo.
En el valle proliferaron los contactos internacionales, se gestaron los primeros proyectos de desarrollo rural y el apadrinamiento de niños, todos querían mejorar nuestras condiciones de vida. Se abrieron nuevas escuelas y se construyeron nuevas aulas.
A veces llegaban personalmente los encargados de las organizaciones, contrataban un albañil y mucha mano de obra, de manera que casi toda la aldea trabajaba haciendo bancos, pupitres y pizarras. En el colegio se organizaba un gran festival, donde cantábamos y bailábamos ante nuestros huéspedes, agasajados con collares de flores y la tikka en su frente. Al final de la ceremonia nos repartían material escolar y regresábamos a casa contentos con nuestros nuevos lápices de colores.
Poco a poco, mi padre fue dejando de creer en sus amigos, fue algo lento pero irreversible. Rekha y yo sabíamos que algo iba mal porque cuando papá estaba enfadado dejaba de hablar y permanecía en silencio varios días. Salía a menudo para visitar a los monjes y pasaba mucho tiempo en la gompa. Aquella temporada de silencio vino a coincidir con los rumores sobre las expediciones. Decían que el monte estaba repleto de basura y que no sabían como deshacerse de las botellas de oxígeno que se acumulaban arriba. Había montones y montones de botellas como la que teníamos en el patio del colegio, la que utilizábamos como campana.

El único que se ganó de nuevo la confianza de mi padre fue Marc, un estudiante inglés que apareció un buen día en un albergue de Namche Bazar buscando un lugar donde pasar una larga temporada. Mi padre se despedía del grupo cuando lo encontró y lo invitó a venir a Jorsalle.
Nuestro vecino Navraj lo instaló en su casa, separó con una tela una parte de la estancia y le fue preparando estantes para su particular colección. Salía al bosque casi a diario y regresaba cargado de ejemplares metidos en pequeños frascos de plástico. Marc estudiaba los líquenes del valle y los estudiaba a conciencia. Tras la recolecta de especimenes seguía un largo ritual: lo primero, era buscar su nombre y para ello contaba con la ayuda de guías y claves dicotómicas; después los observaba pacientemente mientras los iba dibujando en cuartillas de papel, copiaba minuciosamente su contorno y obtenía un color muy aproximado con tan solo unos pocos colores; repetía el proceso observando al liquen a través de la lente de una lupa y dibujaba con esmero los nuevos detalles que surgían. Les tomaba una fotografía y escribía los datos de la recolección en un cuaderno. Terminado el proceso, las etiquetaba con su nombre mientras me decía: “Nima, te presento a Parmelia nepalense y esta es…Lecanora somervellii. ¡Me acostumbré tan rápido a su vocabulario botánico!
A menudo íbamos a Namche para localizar los locales marcados como @ y allí pasaba largas horas frente a la pantalla del ordenador. Lo mismo hice dos semanas después de su partida, me sentaba ante la pantalla para seguir las instrucciones que me había dejado escritas en una cuartilla. Todo iba sobre ruedas, las cosas pasaban tal y como él me indicaba, llegué donde tenía que escribir 123nima aunque se viese *******. De repente la pantalla me dijo:
-Marc dice:
Nima, por fin, ¡Qué alegría! ¿Qué tal van las cosas por el valle? ¿Como está Navraj?, ¿Llegaron las lluvias? ….
-Marc dice:
Dile a Navraj que echo mucho de menos el sonido de la rueda de oración
-Marc dice:
Dile también que encontramos una especie de liquen no descrita, tengo ahora muchísimo trabajo
-Marc dice:
¿Que tal tu hermano? abraza a ese gran médico de yaks... ¿Estas ahí?... Nima si estás delante de la pantalla aprieta la tecla a
-Nima dice:
a

Aquel fue mi primer contacto con la red. Sentí un tremendo impacto al ver que la pantalla se dirigía directamente a mí, pero ¡Me acostumbré tan rápido a los cibers! Aprovechaba los viajes de mi padre a Namche para conectarme y ahora no dudo en pasar las horas necesarias para obtener información sobre células fotovoltaicas.

Hace tres meses que llegué a Katmandú, me inscribí en la universidad para estudiar Ingeniería Electrónica, mi ilusión es llevar la luz a todas las casas de Jorsalle, pero a decir verdad ¡Me siento tan raro! A menudo me acuerdo de Kamal, tan testarudo como sus animales y sin querer salir de la aldea, como decía Marc, no era necesario pasar por la universidad para ser un buen veterinario. Pero no sólo es eso, a veces, sueño que llego a Jorsalle con mochila y bastones de acero en las manos, saludo a mi familia y sigo caminando tranquilamente.

4.2.09

Mont-roig del Camp

M’agrada venir a casa l’àvia. Amb una mica d’insistència sempre prepara un berenar deliciós. Es posa el davantal i fa una coca de pessic, després, una xocolata ben espessa. Avui he passat tota la tarda amb ella i ara ja s’ha fet fosc. Algú a baix roda el pany.
- Què fa aquí aquest cony de capelleta? –crida ma mare quan encara no ha tancat la porta.
- En aquesta casa cada vegada anem a pitjor –remuga mentre puja les escales- ...vas començar per anar un diumenge a missa i acabaràs venent llantions, com si ho veiés!.
Arriba panteixant a la cuina, els esglaons d’aquí són dobles i ma mare no és gaire amiga de l’exercici.
- Què fot aquesta andròmina al rebedor? –li pregunta inquisitiva a l’àvia.
Ella se la mira pacient i li respon:
- No n’has de fer res, és la Sagrada Família i et demano una mica de respecte. En aquesta casa necessitem molta protecció.
- Protecció? A veure qui em protegeix a mi d’aquesta dèria catòlica que t’agafa amb l’edat.
L’àvia m’envia dissimuladament a l’habitació, aixeca el cap i m’assenyala la porta amb la mirada. Vol evitar-me l’escena: una bona estona de crits, ma mare li pregarà que raoni, que abandoni aquest estat d’alienació mental. Cansada d’escoltar sempre les mateixes bestieses, l’àvia baixarà una mica el cap en actitud de compunció. Llavors, ma mare es sentirà satisfeta, creurà que encara hi ha remei, però no... la capelleta es quedarà al mateix lloc, fins que la Roser la vingui a buscar.
Al poble hi ha deu capelletes de fusta com aquesta. Són imatges de la Sagrada Família que passen per una vintena de cases. L’àvia i la senyora Maria s’encarreguen d’organitzar els torns. A cada casa cuiden l’altaret i fan un donatiu per a la parròquia. Avui, només hi ha aquesta al rebedor, però de vegades, a l’armari de sota l’escala, n’hi ha tres o quatre que esperen nova destinació.
- Marxo un moment a ca la Pilar, torno de seguida! –les aviso mentre baixo les escales i les escolto encara escridassar-se.
La Pilar viu al final del carrer del Calvari. A dins de casa seva té una galeria d’art i sa mare organitza exposicions dels artistes de la comarca. La Dora va exposar peces de roba, ella fa creacions tèxtils i va emplenar les parets de vestits inspirats en la natura, tot era color arena, terra, oliva i muntanya.
De camí, veig baixar la Dora, és l’única dona que conec amb els cabells blaus. Té la mateixa edat que l’àvia, però vesteix i parla de manera diferent, potser per això, és més amiga de la mare. Avui porta un vestit de llana blau fosc ben arrapat; al coll un mocador blau brillant, llarg fins al genoll. Penjat al muscle, un enorme cistell d’espart amb nanses de cuir color fúcsia.
- Nena! – em saluda amb entonació- què fas avui per aquí?, Ha vingut ta mare? Li he de fer una comanda de fils.
- Sí, acaba d’arribar, però em sembla que marxarem aviat –li explico sense entrar en detalls.
- Ara passo doncs, que vaig cap a la botiga del Mohamed.
Canvio d’idea i marxo amb ella. No he anat mai a la botiga, però ma mare n’ha parlat a casa; va trobar indignant que el Mohamed hagués de recollir signatures per poder obrir-la i diu que és un dels pocs llocs al Baix Camp on els musulmans poden comprar la carn halal, sacrificada segons el seu ritus.
A la porta de la botiga hi ha sempre homes que fumen i xerren; quan arribem, miren la Dora de dalt a baix, però ella no en fa cas i entra decidida. El botiguer la saluda efusivament, suposo que deu ser una de les millors clientes:
-Senyora Dora, quant de temps!.
- Ja ho crec Mohamed, vaig tan enfeinada!, Passo el dia cosint, he d’acabar els nous uniformes de la coral –li explica-. I a tu, com et va la botiga?.
- Malament senyora, si la cosa no millora no se que farem. Al camp ja no es busquen jornalers, ningú té feina i algunes famílies han hagut de tornar cap al Marroc. La botiga perd els seus clients. Alà proveirà!.
Mentre parlen, la Dora omple el cistell amb garbetes de menta, demana unes peces de pa grans i rodones; compra codonys i li demana també dàtils, olives negres, pebre i comí. Ens acomiadem del Mohamed i marxem cap a casa.

Cada cop vinc més al poble, suposo que la meva comunió és un dels motius, però també compta que ma mare ha retrobat a les amigues de la infància i s’ho passen d’allò més bé. També sospito que l’Andreu, el carnisser, és la raó de més pes. A ma mare li ha sortit un sobtat interès per si la carn de vedella és prou tendra i no troba en tota la ciutat llonganisses com les del poble.

≈≈≈≈≈≈≈≈ · ≈≈≈≈≈≈≈≈
Que jo prengui la comunió el mes de maig és gairebé miraculós, penso en les pregàries que hauran fet l’àvia i la senyora Maria per aconseguir aquest impossible. El dia que l’àvia es va atrevir a proposar-ho els crits es van sentir per tot el veïnat.
- Ni parlar-ne!, No t’ho tornaré a dir, ni parlar-ne! –cridava la mare encesa- la nena va a catequesi, tu t’apuntes al Patronat i el pare que faci el curset bíblic!. Ja podeu estar ben tranquils que tindreu tots el cel guanyat.
De vegades la mare mostra la seva vena més dramàtica, qualsevol hauria pensat que no hi havia ni una mínima possibilitat. Però l’àvia sabia que, amb una insistència ben dosificada i totes les facilitats possibles, la meva comunió deixaria de ser una cosa tan descabellada. Així va ser, la vehemència primerenca de ma mare es va transformar gradualment. Finalment, donar el seu consentiment li va semblar el més sensat que podia fer.
No sé si a casa tenim el cel guanyat, però el cert és que l’àvia fa molts anys que pertany al Patronat de la Mare de Déu de la Roca. La junta del Patronat la formen l’alcalde, el mossèn, un membre de l’ajuntament, quatre homes i quatre dones, una d’elles, la senyora Maria. De socis al Patronat hi deu haver uns 600, paguen una quota anual perquè com diu l’àvia: “algú s’ha de fer càrrec de les coses de Déu”.
L’avi mai aniria al curset bíblic. Ell diu que quan és al camp ja està amb Déu i que només allà és on el sent ben a prop. Ningú li discuteix. L’àvia em conta que tot els canvis en els camps li han afectat el caràcter. S’enyora de quan tenia avellaners i ametllers. Veure les flors de l’ametller li feia passar l’hivern content. Amb les oliveres no sent el mateix i les garrofes tan li fan, com si se les vol endur el vent!.
Pel que fa a la ma meva catequesi... és una mica especial. No sé quin pacte va fer l’àvia amb el mossèn, però el cert és que no vaig a catequesi. Amb el que m’ensenyen l’àvia i la senyora Maria, compenso totes les faltes d’assistència.

La senyora Maria passa de pressa cap a l’església vella. Va a l’ermita del Peiró a fer un cop d’ull. Deixo a ma mare i les amigues a Ca l’Anton i marxo amb ella. L’ermita es troba als afores del poble i el camí es fa llarg; la senyora Maria aprofita per fer algunes gestions des del telèfon mòbil.
- Roseta, avui farem la missa a dos quarts de vuit, al mossèn li ha sortit una feina a la Torre de Fontauvella i arribarà més tard. Avisa a la Carme ...sí, sí, a la Roca ja li he dit –explica cridant una mica.
Penja i de seguida fa una altra trucada.
- Pepita, que avui no podré passar a recollir els fulletons, a veure si demà trobo una mica de temps...d’acord?. I a veure si parlo amb l’Enric, que s’han d’imprimir unes coses per la parròquia, el mossèn vol uns salms pels del curset i unes quartilles dels goigs a la Verge... ja li explicaré bé al teu home, que ho tinc tot apuntat.
L’ermita del Peiró és molt, molt petita. A dins s’hi venera a la mare Déu del Roser però la porta està sempre tancada; els pelegrins i els devots que li porten flors les deixen enganxades a la porta com poden. Entrem i la senyora Maria endreça una mica el santuari, canvia els ciris que s’han acabat i llença les flors marcides.
- No menyspreo cap de les activitats que es fan al poble –m’explica mentre passa un drap per l’altar- també hi participo, però allò que em dona vida és tot això. L’estona que passo així no la puc comparar a res. M’hi trobo a gust mira!.
- Saps quina és la gran sort que tenim aquí a Mont-roig?. –em pregunta sense esperar una resposta- Que tenim missa diària, això no ho poden dir tots. És una sort tan gran! –es respon.
No només va sempre a missa, a més, hi acut abans per encendre els ciris, porta el calze, la patena, posa les sagrades formes i quan acaba la missa, ho retira tot cap a la sagristia, canvia les estovalles i s’emporta les brutes per rentar. Cada dia.
Tanquem l’ermita i tornem cap a casa. De camí agafo, algunes branques de romaní. L’avi les posa amb alcohol per fer fregues quan l’àvia es queixa de les cames.
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Pujo pel carrer Major a portar-li uns rodets de fil a la Dora. Pico fort a la porta però no m’obre ningú. Al cap d’una estona m’obre el seu marit, l’he fet baixar amb les crosses.
- Hola Joan, porto una comanda de fils –li dic com qui demana perdó.
- Puja que la Dora és al taller –em diu molt sec.
Aquesta casa té una distribució ben original. La planta baixa és un espai ample amb la cuina al fons. La paret tota coberta de rajoles color canyella continuen amb un gran banc d’obra. Hi ha mobles antics i foscos atapeïts de vaixella de gres.
Pujo per una escala desprotegida que només té esglaons, ni barana ni sòcol. A sota hi ha dues gerres gegants i una màquina antiga de filar. Quan arribo al segon pis trobo la Dora davant del teler, està fent un teixit prim de color turquesa.
- Bones!, Et porto els fils que li havies encomanat a la mare –li dic i li mostro el paquet.
- Els ha trobat tots? –em pregunta sense deixar el teler.
Passa la llançadora entre mig d’una filera de fils, canvia el pedal, s’aixequen els lliços. Torna a passar la llançadora en l’altre sentit, puja els lliços...i amb les passades a dreta i esquerra va dibuixant una sarga. Treu els peus dels pedals i examina les bobines que li he portat.
Al taller no hi cap ni una agulla. La roba penja de qualsevol lloc on es pugui enganxar un penja-robes. Sort que amb la llum que entra pel finestral no queda res amagat. Les peces de tela toquen el sostre i les parets resisteixen uns prestatges carregats de cons de fils. Uns, tenen les bobines amb les tonalitats blaves, d’altres amb les vermelles, amb les verdes.... és un taller ben carregat d’estris.
Sembla que hi treballi més gent, aquí una peça de tela damunt la màquina de cosir, una altra a la taula, una altra amb les tisores a punt de tallar...tot va en marxa. El diumenge ha d’estar tot llest i no vull entretenir-la.
- No cal que marxis, aquesta nit sopem totes aquí.

La Dora no és gaire cuinera i prepara sempre un pastís fred de set truites, però totes les amigues li alaben sempre el plat. Normalment, trobo els sopars avorrits, passo una estona jugant amb els gats i quan me’n canso pujo a veure la tele amb el Joan que no sopa mai amb elles. Però avui, tinc ganes de veure la Carmeta, l’últim sopar va ser tan divertit!. Havia d’anar a Barcelona a fer-se uns retocs a la cara i ma mare li cridava: “Ets boja!, no saps que t’injecten una toxina? Et provocaran una paràlisi i no tindràs més expressió que la d’una cara espantada”. Després, cadascuna hi deia la seva i totes reien. Si la tertúlia s’allarga massa ens quedem a dormir a casa l’àvia.

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Avui és festa major al poble, la coral de Sant Miquel farà un concert a l’ermita a la nit, per celebrar la Pasqua de Resurrecció.
Acompanyo tot el matí la senyora Maria, del seu mòbil en surt fum. Mai l’havia vist tan neguitosa i tan contenta alhora. Pugem cap l’ermita en una furgoneta de la Creu Roja. El Joan, un noi voluntari, ens fa de xofer, també venen dos nens de catequesi. Al darrere hi portem caixes de torretes amb flors blanques per decorar l’ermita.
L’ermita és l’ensenya del poble, també el seu color rogenc. Des d’aquí dalt sembla que sóc a milers de metres d’alçada. El vent bufa ben fort i si miro a l’horitzó només veig cel i mar. Al meus peus, centenars de quadrilàters irregulars s’enganxen sense cap ordre aparent. Cada quadret és una petita parcel·la de terra; en alguns no hi ha res, altres tenen arbres en fileres perfectes. Veig la pineda... els garrofers...els camps de l’avi al costat de la bassa.... el camí de xiprers. Gairebé tocant a l’ermita s’enfilen figues de moro, atzavares i margallons.
Aquest és un lloc privilegiat, tel·lúric, que diu ma mare. La Verge ho va tenir clar i en aquest aspecte va ser molt tossuda. Cada cop que el pastor la treia del seu lloc desapareixia i tornava a dalt. Així diverses vegades, fins que el pastor ho va entendre. Potser pel seu caràcter i perquè va baixar al poble quan es patien els estralls de la pesta, la gana i la sequera, li respecten aquest mirador tan fantàstic. No hi ha cap construcció al davant, els apartaments de Miami s’amaguen estratègicament darrere la Pedrera i l’aglomeració del Tarragonès queda per darrere seu.

Entro de pressa a l’ermita, la senyora Maria ja col·loca les torretes separades cada dos bancs. No m’imaginava la Verge tan petita, ni sabia que era de fusta; tampoc que tingués tantes mesures de seguretat. Sembla que han entrat moltes vegades a fer maldats i ara els ermitans vigilen una mica fora, dintre la imatge es protegeix rere un vidre i a més, hi ha un sistema d’alarma.
Em fixo en la resta de figures de l’ermita:
- Qui és aquesta de les flors? –assenyalo una Santa “glamurosa”, amb un ram de flors a les mans i envoltada d’una pluja de roses.
- És Santa Teresa del Nen Jesús –em respon la senyora Maria.
- I aquest home a qui miren els peixos bocabadats? –li torno a preguntar.
- És Sant Antoni de Pàdua –em diu sense mirar.
Curiosament el nen Jesús està amb Sant Antoni i no amb la Santa però no li pregunto res a la senyora Maria.
- I aquesta dona tan seriosa? –torno a preguntar.
- Santa Gemma Galgani, una passionista. El dimoni no podia suportar que fos un ànima pura i li va enviar totes les malalties al seu abast: tuberculosi, infeccions d’oïda, nafres a les mans, dolors insuportables al ronyó. No aconseguia temptar-la i per això, li va fer créixer una gepa molt dolorosa i la va deixar paralítica. Va patir molt la Santa, per això Nostre Senyor la va cridar al seu costat quan tenia vint-i-cinc anys.
Miro l’escolanet que guarda l’altar i em sembla que també s’ha quedat parat. Vaig cap al lampadari i hi poso cinquanta cèntims; s’il·luminen dos llantions i demano fervorosament salut per tota la família.

Abans no sigui massa tard, la mare ens porta a dalt perquè els avis agafin cadira. Sembla que tothom ha pensat el mateix i no n’hi ha gaires de lliures. Ha arribat la “tanco” de la Creu Roja amb el que no tenen vehicle; el Joan els dóna instruccions per l’hora de tornada.
Enmig d’una colla de dones veig la senyora Maria, sembla una altra. Va encara més mudada que quan fa les lectures de missa. S’ha posat talons, un vestit color crema i un collaret llarg, de perles fosques. Els cabells amb un pentinat de perruqueria i la cara ben maquillada. Saluda l’àvia i ella s’aixeca per anar amb les dones.
Deixo l’avi sol perquè vull pujar a dalt de tot. Diuen que l’ermita de Sant Ramon de Penyafort està suspesa del cel i potser tenen raó, terra a sota té la justa. Sant Ramon volia ser l’anxaneta de la muntanya i era un home dels que no s’apocava. L’àvia m’ha explicat que una vegada, el rei Jaume I va deixar el Sant a Mallorca, perquè li havia recriminat les seves relacions amb una dona. No s’ho va pensar, va estendre la seva capa com una vela i en sis hores va fer el trajecte fins a Barcelona.

Aquí a dalt no hi deu haver molta calma, si no bufa mestral o farà llebeig, ara per sort, el vent ha amainat. El paisatge a la nit és tot negror i punts de llum. Els pobles grans tenen una lluïssor al damunt. I les llumetes parpellegen o són fixes segons la distància. Si són lluny titil·len, ...no totes, només les petites..., no, algunes de grans també, ...només les blanques, ...ai, no ho sé!, N’hi ha tantes i de tantes formes!.
Baixo volant, el concert ja ha començat, a la plaça no hi cap ni una ànima i molta gent està plantada. L’escenari és al davant de la façana de l’ermita i el director de la coral mou les mans agitadament. Els cantaires obren la boca de manera exagerada, però el que destaca de debò és el caparró blau de la Dora.
Al restaurant, la mare i les amigues xerren amb els ermitans.