14.2.11

Receta





Lleva un rato troceando la calabaza con dificultad y cierto esmero. Consciente de su poca maña con el cuchillo se enfada con la cucurbitácea por tener esa piel tan dura y adherida. Deja los dados en el recipiente de bambú y se vuelve sobre el libro, casi devota, pidiendo que el próximo paso sea un poco más fácil. “Incorporar el puré de calabaza a la cebolla y condimentar. Dejar cocer cinco minutos”. Puede que éstas sean las mejores recetas de la cocina vegetariana y su autora una reputada cocinera, pero empieza a recriminarle que explique la preparación sin contemplar el tiempo real para realizarla. Además, sospecha que evita deliberadamente hablar de las dificultades. Pone el minutero para que la avise y agradece ese momento de tregua. Mira el desorden que se ha montado en la cocina pero sonríe, en parte porque no quiere confesar cual es motivo por el que anda ahora encantada cociendo verduras, aunque a decir verdad, nunca necesitó grandes argumentos para cambiar su dieta.

De momento, no se ha parado a pensar cómo va a resultar esa combinación de calabaza con tomillo, o tal vez no quiere, porque si lo hace puede que el primer sabor que le venga a la cabeza sea el del postre con miel; sacada del tarro con aquel artilugio mielero, levantándolo muy alto, hasta casi rozar el techo. Porque los techos de la Lluna eran increíblemente bajos y aunque recorrieron todos los restaurantes de la ciudad se quedaron atrapados, o tal vez prendados, en aquella casita de azulejos de cerámica y antiguas vigas de madera. Era como pasar por casa de la abuela y quedarse a cenar en el reducido espacio que tenía para sus invitados entre la cómoda y la hornacina para el santo. Desde las diminutas mesas podías verla trajinando en la cocina, enmarcada entre las ollas, tan absorta en su tarea que entendías que no le preocupaba si los manteles eran distintos, ni restituir la vajilla dañada, ni seguir un criterio homogéneo para las tazas. Probaron todos los platos de la carta y establecieron un menú inamovible: ensalada griega, lasaña de verdura y pastel de calabaza. Lo degustaron sin aburrirse durante cuatro años, tiempo suficiente para llegar cada semana y poder pedir “lo de siempre”, para acabar conociendo a la familia, y para que Carlos, el menor de los hijos, aquella noche, después de tanto tiempo, se alegrara de verles.

Sentados delante de San Ramón parecía que les costaba encontrarle el gusto al plato, hablaron poco y solo se atrevieron a abordar temas livianos: el tiempo lluvioso, los horarios de las comidas o las dificultades para hablar el idioma. Sin ganas llegaron al postre y cuando les trajeron aquella fuente de porcelana que llevaba el tarro de miel, los terrones de azúcar negro, la melaza y hasta el edulcorante natural no tuvieron el estómago para endulzarse la taza y fue entonces cuando Lucas le preguntó:

- ¿Aplacaste ya el gusanillo de irte fuera?.

- He pedido otra beca para continuar con el trabajo .-Buscó algo que más que añadir pero solo se le ocurrió preguntarle:

- ¿Tú qué harás?

- Nada –contestó él.

Uno no anda convencido de querer terminar con el sufrimiento de los animales para ponerle las cosas difíciles a la persona que tiene delante; ni se plantea evitar hacer daño a los demás con la idea de asegurarse una vida indolora; ni siquiera puede declarar que ahora tiene un enemigo, porque forma parte suya, aunque ande queriendo dejarle. No conoce el extraño mecanismo por el que se ordenan las prioridades, ni el sentido hacia dónde se dirigen los anhelos de cada uno. Por eso ha dicho nada, porque no lo entiende y porque no piensa librar con ella una batalla.

En dos minutos va a sonar ese tomate verde que tiene por avisador y añadirá la harina y la leche hasta que la mezcla espese. El resultado no tendrá nada que ver con la fotografía de las croquetas apetecibles, pero ya intuía que había algo oculto en la receta. Las cosas, aunque lo parezcan, no resultan tan fáciles.

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