1.5.11

Preguntas



Diecisiete años que ya no salgo por el monte con Carlos; doce que Cristina se marchó de casa; veinte que no escucho la voz de Clara. En estos términos de ausencia discurre mi vida, así me marca el tiempo su distancia.

Cada día el corazón me concede una tregua para acercarme hasta la playa; con paciencia llego andando hasta estas piedras convertidas ahora en peldaños imposibles, el único sitio donde puedo fumar tranquilo mi cigarro. Qué sabrá lo que me conviene ese médico de la residencia. Me engañó mi hijo diciendo que allí podría seguir haciendo mi vida como si nada, “Padre, no te preocupes que estarás como en casa, al fin y cabo una habitación fue siempre lo único que tuviste”. Eso sí que es cierto. Mi hijo Carlos me vio desde pequeño dormir en una habitación apartada y austera, un cuarto trastero donde pasaba las noches leyendo, mientras él y su madre cenaban juntos frente a la tele. Tantos años retirado en aquella celda de aislamiento que aprendí a no decir nada, a perder lentamente las palabras, a tratar con normalidad una situación desesperada.


Puede que Carlos venga hoy a verme cuando termine su turno, saldremos un rato al jardín a caminar entre las plantas, a mirar el envés de las hojas por si hay larvas: al jardinero poco le importa si a las pobres las invade una plaga. Buscaremos un poco de sombra en el pinar y allí nos diremos cosas, todas sin importancia. Eso también lo aprendió desde pequeño: para hablar conmigo había que salir de casa, había que ir al campo o a la playa, inventar salidas a la nieve o subir la cima de una montaña. Aunque hablar nosotros hablábamos poco: las preguntas importantes para él eran para mí complicadas y como en un juego nuestro, ante mis muecas de desagrado fue aprendiendo a no preguntar nada.


Carlos es lo mejor que hicimos Cristina y yo, es una buena persona, dirá cualquiera que lo conozca, como lo decía su profesora y aseguraban sus tías llenas de orgullo. Pero el niño bueno se ha convertido en un hombre ausente, un hombre que es un autómata. Él que era un apasionado de las montañas, el loco de las piedras, empeñado en estudiar Geología para pintar la tierra a capas, hoy trabaja devolviendo cambio en el peaje de la autopista, deseando buen viaje a cada conductor que pasa. Qué coraje imaginarlo en su cabina, en otra celda de aislamiento le van pasando los días. El trabajo no es lo más importante, me gustaría decirle, hay otras cosas, debe haberlas, las hay, las hubo, deberías intentar…nunca le digo nada.


“He conocido al hijo de tu amiga Clara, ¿te acuerdas de ella?” me dijo ayer mientras paseábamos. En ese momento necesité sentarme, noté que el corazón se alteraba o el viento sacudía con más fuerza las ramas de los arboles. Me pareció que algunas palabras querían salir, que iba a ser capaz de articular: “Cada día”, pero fue un impulso pasajero, solo asentí.


Clara, recuerdo su mirada escrutadora, planteando sin pestañear las preguntas más incómodas: “Eugenio, ¿tú y yo por qué no nos besamos?”.






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