14.7.11

POR UN BOTÓN





Todas las tardes que Clara había pasado en el taller de costura la hacían capaz de enfrentarse sin miedo a coger un dobladillo y a dejar un matrimonio a las puertas. Su decisión llegaría a las clientas de la panadería como colofón de su carácter extravagante, y a la reunión semanal de las hijas de María como cataclismo de la educación liberal que le habían dado sus padres.

Por aquella época, Rosita era la modista más reputada de Figurantes, un pueblo en donde se demostraban las posesiones de sus habitantes por la calidad de la pasamanería y de los bordados que lucían los vestidos en las procesiones. Ser admitida en su taller tenía un reconocimiento tan elevado que las chicas del pueblo se dividían entre las que aprendían a manejar la aguja con Rosita y el resto; y aunque a Clara ponerse un dedal le producía cierta aversión, la debilidad de la modista por los merengues que horneaba su padre le permitió mantenerse como aprendiza hasta que empezase sus estudios superiores.

En el taller se reunían hasta doce chicas como doce apóstoles. Las modistas de Rosita, las veteranas, con un ojo daban certeras puntadas mientras con el otro seguían el trabajo de las oficialas, y éstas a su vez vigilaban a las aprendizas, formando una cadena de cosido que aseguraba las repetidas revisiones de un mismo trabajo. Las labores iban y venían entre aquellas manos al hilo de todo lo que acontecía en el pueblo: sucesos relevantes, secretos a voces o rumores incipientes.

Sin separarse de la máquina más que para hacer las pruebas de vestidos, Rosita cosía junto a la ventana. Le daba al pedal con tal ímpetu que la máquina zumbaba y aquel ritmo frenético desdecía con mucho su cojera. Para algunos era ese el motivo de su soltería, para otros, sabía demasiado, y para la mayoría, se quedó para vestir santos. Pero que se supiese nunca le confeccionó un manto a Santa Rita, ni le remendó el hábito a San Antonio.

Clara nunca llegó a coser más que ojales, pero se convirtió pronto en una recadera indispensable; se adelantaba a las demandas y era memoria para tantas cabezas despistadas. Conocía las necesidades del taller a la perfección porque había conseguido desentrañar su mecánica y se admiraba, a pesar de las rutinas, de la devoción con que Rosita confeccionaba los vestidos, en especial los de novia. En estos encargos especiales su cabeza y sus dedos volaban ágiles, elegía con tino modelos, seleccionaba tejidos, incorporaba encajes, colocaba lentejuelas… actuaba como siguiendo el dictado de una voz clara, una voz que únicamente tartamudeaba si el novio era forastero. Entonces era cuando perdía capacidades, no veía claro el modelo, dudaba en los detalles y era capaz de cerrar las telas con corchetes, ¡hasta a la aguja de su máquina le costaba coser ante lo desconocido!. Ahí fue cuando Clara empezó a sospechar que había detalles que le estaban pasando desapercibidos, que en aquel taller los colores, las agujas, las telas y sobre todo… los botones, tenían un significado. Lo supo el día en que llegó Amalia a pedir consejo para su traje de boda. Por fin se casaba con Mariano, el hijo del cerrajero. Rosita estaba aquella tarde pletórica y aunque le faltaron por concretar algunos detalles, no tenía ninguna duda: el traje llevaría una botonadura de cincuenta y dos botones forrados de tela que seguirían todo el largo de su espalda. Los botones se trataban como joyas, se guardaban en un cofre de madera, envueltos en papel de seda y Rosita reservaba el final de la jornada para deleitarse en su cosido, recreándose en el refuerzo de ese más de medio siglo de felicidad. Lo comprobó más tarde en los vestidos más sencillos: los que llevaban cremallera, cosidas casi con desgana cerraban a cal y canto previsibles desavenencias. Así fueron los vestidos de Carmeta, Vicenta, Alicia y Pepa; con dos botones no había tiempo para hijos, como pasó con los vestidos de Sara, Amparo y Eulalia; botones hasta mitad de la espalda auguraban hijos y tiempo para criarlos; después, casi siempre, una pequeña cremallera. No tuvo tiempo para estudios más largos, había llegado el momento de empezar con su carrera.

Por eso decidía ahora visitar a Rosita, volver al antiguo taller del que habían desaparecido las mujeres, por el cansancio de sus ojos y porque era moda comprar vestidos de novia cosidos para chicas anónimas. Rosita la llevó junto a la ventana, donde permanecía su máquina extenuada, y examinándola atentamente le propuso un sencillo vestido, corto, ceñido a la cintura y con algo de vuelo. Sin perder un minuto comenzó a tomarle medidas.

-¿Llevará botones? –le preguntó Clara con timidez aprovechando que estaba de espaldas.

-Le pondré uno al final de la cremallera –le contestó Rosita

Con el brazo todavía en alto, mientras le medía la sisa, se le desdibujaron todas las pruebas, las del vestido, como si de un tirón una mano certera arrancara los hilos de un mal hilvanado.





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