1.3.14

Ventas




            En el barrio se venden las bragas en la mercería.  Llamarla lencería sería una forma demasiado exquisita y que no se entiende. Tampoco iba a decir la lingerie  como la llaman las señoras que fueron a la vendimia y todavía mantienen su acento francés. Palabrita fea para el rótulo de la puerta que ahuyentaría a mi clientela. Demasiado complicada para Rachid que pinta las paredes de los comercios en un estilo mucho más fino que un graffiti, y sin ser Bansky triunfa en estas calles.
   En la mercería no tengo coulottes azules, ni nada azul que hoy pueda ofrecerle a una clienta fetichista. Porque cuando entran las vecinas a pedir ropa interior azul, con encaje, o de algodón, o ¡cómo sea por Dios!, no es más que un claro signo de una visión efímera y placentera. Y nada puede ser más cierto.
       El color de los ojos del marido de la bodeguera cambia según la posición de sus lentillas y hoy tenían un ángulo extraordinario que reflejaba la franja de frecuencias entre 450 y 500 nanómetros. Puedo ser tan exacta por mis estudios de física, requisito previo a mi puesto de tendera. A lo que ibamos. Lo vi esta mañana, a eso de las dos, cuando el bodeguero bajaba la persiana para irse a comer. Puso el candado, se incorporó y al girarse ahí estaba yo, en la puerta de la mercería fumando un cigarrillo cuando me dedicó dos palabras… bueno tres, “¡hasta luego Agustina!”. 
   Desde esa hora y desde esa visión yo ordeno las cajas de sujetadores más alegre, más tonta, si lo queremos llamar así. Es algo que me puede durar toda la tarde y hasta la noche si me apuras. Por eso no me extraña que hoy la demanda sea de prendas azules. El mundo no se ha vuelto loco como podrían algunos pensar.  
   Si yo supiera escribir poemas o canciones intentaría explicarlo. Decir unas palabra sobre esas pequeñas cosas que hacen girar al mundo.  






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