20.7.15

Fast food



         Ahora me llegaba la voz de Herra la islandesa de manera clara, se me había quedado su tono en la mollera y de vez en cuando podía escucharla burlarse de todo lo que me acontecía. La vieja era la protagonista del libro que tenía en la mesilla de noche y a menudo me preguntaba cómo habría sido recibida por el público si la hubiese creado una mujer. Sobre el autor habían caído duras críticas, sobre una autora podían caer piedras como ladrillos. 
      Eran las ocho de la tarde y recorría el pasillo del supermercado con los mismos tacones con los que había empezado el día. Había ido al aeropuerto, llegado a destino, realizado las gestiones y para la hora de la cena iba a estar en casa. Pero hoy, a diferencia del resto de los días, me esperaba Mitonio, el último hombre caído desde la red. Antes de subir a casa quería pasar por el super y comprarle la hidratante que él adoraba. En realidad la crema tenía de especial ser la que había recomendado una famosa filipina antes de crear su línea cosmética y solo por eso aguardaba en el lineal, como llaman a los estantes del supermercado, metida en una camisa de metacrilato, bajo llave y con alarma incorporada. Todos los complementos de seguridad valían cinco veces su precio de mercado pero desprotegida en su cajita de reminiscencias griegas la crema volaba directa a los bolsillos de los consumidores.
       Mitonio estaría en casa, consultado ahora su teléfono, ahora su tableta, ahora su teléfono y ahora su teléfono. Habría pasado la mañana colocando a su madre y a su hija en la montaña rusa, las habría subido a la noria y las habría dejado resbalar por gigantescos toboganes para depositarlas rendidas en un hotel del centro de la ciudad mientras él encontraba su solaz sin molestias. Mi casa le proporcionaba a Mitonio un remanso de paz, el lugar perfecto para el hombre de mundo que era, un señor de renombre que necesitaba descansar, una celebridad seguida por hordas de pulgares en alza que llegaban desde todas las redes sociales a su apéndice blanco cada quince segundos. En mi pueblo Mitonio era un perfecto desconocido. 
    
    Es un sitio de cazurros lo acepto, pero tengo para él un refugio, o una casa de postas si dejo que sea Herra la que se vaya metiendo en el relato, porque Mitonio vive de normal en el infierno. Se levanta ya empapado en sudor por las altas temperaturas, desayuna entre llamas y gritos y una terrible sensación de caos que crece durante el día se apodera de toda su cotidianidad inundándola de fuego. Por la noche se le hace tan insoportable la visión de lo devastado que se desvanece cayendo al suelo. Fuego, llamas, carbonización, cenizas y resurgir cual ave Fenix, es el temible ciclo que le brinda su mujer desde hace casi diez años. Y al pobre Mitonio lo único que se le ocurre cual caballo de las luminarias de San Bartolome de Pinares es salir al galope a buscar un cubo de agua. Se monta en el AVE con billete de ida y vuelta y el cubo debería arrojárselo en cuanto pisa mi calle, si dejo que sea Herra la que hable...

      Además de la crema de marras, pensaba comprar algo fresquito para calmar los calores, que andamos por estos lares batiendo records históricos. Un helado de postre no es mala idea, aunque esta noche iba a darme el gran banquete y solo quería Mitonio, de entrante, primero, segundo, tercero y cuarto. Comer de su carne hasta el cansancio o hasta el hartazgo si dejo que sea Herra la se exprese. Ella que se cuela con su tono socarrón me susurra al oído: "Compra un buen vino blanco, precalienta el horno a 180º y mete a tu Mitonio bien rociado, lo adornas con unos buenos gajos de limón y lo mantienes mínimo dos horas a temperatura máxima. Si te parece excesivo lo que te digo puesto que eres una mojigata se lo comentas ahora cuando llegues a casa y a ver qué le parece". "Iba a salir al galope y dejarme en ascuas, como si lo viese" le digo a Herra mientas asiente convencida de su ideas preclaras. 





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