30.4.10

El mal de Victoria



La señora Victoria, llegaba a casa como quien huye del mismo diablo. A duras penas podía desembarazarse de su pestilente vestimenta y darle tregua a su inflamada pituitaria. Llegaba exhausta, sin fuerzas siquiera para estirarse en el sofá y concentrarse en la lucha contra unas arcadas concomitantes.
El día que le plantaron un micrófono delante, no pudo reprimir más su angustia y sin sopesar la trascendencia de su discurso espetó: "España huele a ajo". Desde ese día el ajo quedó proscrito en el país.
La sentencia contra el ajo causó un enorme impacto en nuestro orgullo gastronómico y todavía hoy podemos observar sus devastadores efectos:

Aprovechando la oferta del anuncio (cafe con leche, zumo de naranja, tostada con tomate, 2,40 euros) entro en el bar para tomar un receso. Puestos a comer tostada con tomate pienso en añadirle un detalle saludable y le pido al camarero un ajo.
El camarero, un negro que me recuerda al barman de "Vacaciones en el mar", me mira, se marcha y me trae otra cuchara. Un poco más tarde me trae la aceitera y al ver mi cara estupefacta, me dice que sabe que se le olvida algo y no sabe que es. "Un ajo" le repito. Oigo que le comenta a su compañera en la barra mi petición y vuelve para decirme que la salsa de tomate ya lleva ajo. "Ya, pero querría un ajo para restregar en la tostada". Vuelve a la barra y le comenta la incidencia a su compañera. Se va hacia la cocina y vuelve con un bol lleno de cabezas de ajo que me planta delante como para humillarme delante de todo el mundo. Cojo un sólo ajo del bol, como si la Preysler me ofreciese un Ferrero Rocher, y entonces, es él el que me mira estupefacto restregando el ajo con frenesí. Cuando termino todavía lo tengo delante y al mirarlo extrañada me dice: "Entendía "ajo" pero pensaba, no puede ser que pida ajo".
La vecina de mi mesa, que seguía en silencio el espectáculo, ha querido quitarle hierro al asunto comentando: "A mi hijo también le encanta el ajoaceite".



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