16.8.11

El poder de evocar






Decir Toscana era pensar en una villa con vistas a colinas de infinitas tonalidades de verde. Era ver viñedos alineados y abigarradas arboledas de pinos, senderos marcados por hileras de cipreses y almenas de castillos medievales. Decir Toscana iba ligado a esa terraza de incomparables vistas y a paseos diarios al sol, bajo la protección de un sombrero de paja y vestida con un romántico modelo de motivos florales y alpargatas de esparto color ocre. Era llegar a través de los olivos a la aldea más cercana, San Quirico digamos, y tomar allí unas copas de vino Chianti, para regresar después a la villa, más contenta aún si cabe.
La imaginación siempre le iba a Carlota muy por delante y cuando llegó a la casa, de noche, frente aquella puerta desvencijada, no se dio cuenta de que las paredes no estaban lucidas, que la mosquitera estaba algo rasgada y que en los huecos de la fachada descansaban palomas y lagartijas. Con la penumbra de la luz roja que había en el salón no pudo ver que en cada rincón estaban agazapadas las arañas, entre las filigranas del candelabro, entre los troncos para la chimenea, entre las pilas de CDs, entre las flores de mimosa de una botella opaca, debajo de cada escalón de la escalera de piedra que subía a las habitaciones centenares de criaturas le podían dar las buenas noches.
Al no ver nada de todo esto bajó tranquila a la cena de bienvenida que le habían preparado sus anfitriones, un plato de comida reconfortante después de una travesía de veinte horas por el Mediterráneo. Habían preparado “pacheri a la sorrentina”, bofetones en su traducción castellana, según le aclaró Morticia, así empezó a llamarla porque aunque no tenía el pelo largo, algo había en sus gestos que le hicieron recordarla. Al sabor del tomate ecológico y la mozarella de Búfala, mordiendo bofetones, le dieron los primeros detalles sobre la casa: justo había llegado en el mes de crisis de electrodomésticos, a día de hoy ya habían dejado de funcionar la lavadora, la batidora y la aspiradora. Aunque a decir verdad puede que la aspiradora nunca funcionó en aquella casa. En la senda del deterioro mensual les seguían la nevera, que no dejaba poner botellas en su puerta amenazando desplomarse; la cafetera, que ya había perdido su mango para facilitar el vertido; o la tostadora, que se camuflaba en plancha chamuscada; o los cubos de basura, que impedían cerrarlos en un arduo proceso de reciclado.
Informada de aquellas eventualidades, todavia le dieron unos últimos consejos, si había que deshacerse de alguna criatura molesta nunca había que hacerlo contra las paredes de la casa, el color mortecino de las habitaciones era exclusivo, y mejor, antes de meterse en la cama darse una buena rociade de locción repelente: el mosquito tigre era otro de los inquilinos de la zona.



A la mañana siguiente después del desayuno al salir a contemplar las verdes colinas y la extensión de los viñedos fue cuando echó de menos la formidable terraza y vio el estado ruinoso de la fachada en toda su extensión. Aún así sin llegar a desmotivarse, quiso aprovechar la invitación que le brindaba una hamaca que colgaba los árboles. Abordó la lectura del único libro que llevaba consigo y mientras descubría la celebérrima magdalena de Proust comenzó a sentir todos los picores. Entró rauda a guarecerse en la casa, no cabía ninguna duda: había sido víctima del ataque de una banda de desalmados tigres y mientras iba mojando con amoniaco cada unas de las picaduras, abultadas como volcanes, confió en la capacidad de distorsión al evocar aquel verano en la Toscana.



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