29.7.15

Con el pasar de los años



        Llegué a pensar que aquello no me iba a pasar a mí. Siempre había sido la primera en plantar la sombrilla y la última en salir de la playa y no encontraba una explicación lógica para que siempre fueran otras mujeres las que se veían invadidas por un exceso de amor sobre la arena. Pero llegó el día y el ansiado momento. La escena quedó grabada para siempre en mi recuerdo y a días, cuando me apetece la recreo. 
       Aprovechando que su mujer se había ido de vacaciones y él se quedaba al mando de la casa, pensó que lo mejor para evitar la responsabilidad era sacarse un pasaporte a la aventura. De buena mañana se preparó una mochila con lo esencial: bañador, tabaco de liar, una muda y un fajo de billetes para no dejar pistas magnéticas. Se presentó ligero de equipaje en la taquilla de la estación, pidió un billete para el próximo tren y lo pagó en efectivo.  A los veinte minutos se encontraba en una butaca con ventana al mar recorriendo la costa mediterránea. Yo esperaba en la puerta de la estación con una pamela de ala ancha y el coche en marcha para salir pitando. Hicimos unos kilómetros de más siguiendo la costa como si nos persiguieran los malos y cuando nos pareció que los habíamos despistado, que no tenía mucho sentido alejarse y que solo en aquel chiringuito tenían a bien dar de comer porque no eran horas, paramos. Comimos un estupendo arroz a banda, bebimos vino y nos entró el sueño enseguida, pero como no queríamos hacer siesta ni dejar el tiempo para una correcta digestión, pedimos un café y entramos saltando al agua. Los socorristas habrían puesto la bandera roja mientras  nos bañábamos de otro modo no logró entender como terminamos varados en la orilla, tal vez nos arrastraran las olas, o me fallara la cadera, o debido al sobrepreso él perdió el equilibrio, lo curioso fue que nos quedamos en aquella estupenda pose romántica largo y tendido rato. 
        En mi cabeza éramos dos jóvenes que habían terminado los exámenes de la uni y nos íbamos a la playa con el coche que le había robado a su padre. Los dos éramos buenos estudiantes y teníamos un futuro prometedor como investigadores pero que ahora no venía al caso. Nuestros cuerpos estaban tan cuidados como nuestras mentes, practicábamos deportes de riesgo, nuestra piel eran dura y resistente. Nuestro músculo esquelético no tenía grasa entreverada y todos los paquetes musculares estaban a reventar bajo nuestras pieles. Alrededor de aquella carne magra existía una nube hormonal tan difícil de sobrellevar que en un momento dado perdimos la conexión con el lóbulo frontal y agradecíamos el refrescar que traían las olas. 
      En su cabeza se instaló una película de cine clásico, el galán de Hollywood pasó a buscar a la mujer del capitán aprovechando que estaba sola en casa. En su cabeza él era Burt Lancaster y en sus brazos yo era Deborah Kerr y entre las olas le declaró un amor sincero y arrebatado a sabiendas del final de la película. 
     Los que pasaron por allí con paso ágil y ralentizaron la marcha al ver un bulto en la playa presenciaron otra escena. Había un señor corpulento tirado en la orilla, tendido de costado como si estuviese herido y no pudiese pedir auxilio. Era grande y peludo como un oso, de pelo en pecho y lomo plateado. Bajo su enorme barriga parecía que trataba de esconder algo, presentaba un amago de erección como un eco antiguo y lejano. Entre sus brazos escondía a una mujer menuda que parecía perdida en sus carnes. Ella era muy delgada y la piel le caía sobre el cuerpo como una sábana que cubre un esqueleto. Tenía una larga cabellera blanca que él acariciaba lentamente. Secretaba gotas de lubrificar como un exceso sabiendo que era inútil. La cara de ambos no se distinguía bien pero parecían felices. Sus ojos brillaban y de vez en cuando les daba la risa al escuchar el choque de sus porcelanas. 






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