31.7.15

El duelo (1891)






        - Es usted una grandísima pecadora. Ha roto la promesa que le hizo a su marido delante del altar. Ha seducido a un excelente muchacho que tal vez, de no haberla conocido, se habría unido de por vida a una compañera legítima, eligiendo a una joven de buena familia y de su círculo, y ahora sería un hombre como los demás. Ha arruinado su juventud. ¡No diga nada, no diga nada querida! No creo que los hombres tengan la culpa de nuestros pecados. La culpa es siempre de las mujeres. Los hombres son muy ingenuos en la vida diaria, le hacen más caso a la cabeza que al corazón, y no comprenden muchas cosas; en cambio, la mujer lo comprende todoo. Todo depende de ella. Se le concede mucho y, por tanto, también se le exige much. Ah querida, ha entrado usted en la senda del vicio, ha olvidado todo decoro; otra en su lugar se habría ocultado de los demás, se habría encerrado en casa, y le gente solo la habría visto en el templo de Dios, pálida, vestida toda de negro, llorosa, de suerte que cualquier día habría dicho con sincera aflicción: "Oh, Dios, este ángel pecador ha vuelto de nuevo a ti...". Pero usted querida, ha olvidado todo recato, ha vivido a la plena luz del día, de la manera más extravagante, como enorgulleciéndose de su pecado, pasándoselo a lo grande, riéndose a carcajadas. Yo, al verla, temblaba de espanto y temía que un rayo del cielo destruyese nuestra casa cuando estaba usted allí. ¡No diga nada, querida, no diga nada! -gritó Maria Konstantínovna, advirtiendo que Nadezha Fiódorovna quería decir algo-. Confíe en mí; no voy a engañarla ni ocultaré a su alma una sola verdad. Escúcheme, querida... Dios señala a los grandes pecadores y a usted la ha señalado. ¡Recuerde esos vestidos tan horribles que se pone! -Nadezha Fiódorovna, que siempre había tenido la mejor opinión de sus vestidos, dejó de llorar y se la quedó mirando con estupor-. ¡Sí, horribles! -prosiguió Maria Konstantínovna- Por lo rebuscado y llamativo de su indumentaria cualquiera podía juzgar su conducta. Todos, al verla, se reían y se encogían de hombros, y yo sufría, sufría... Y perdóneme que se lo diga, querida, pero va usted bastante sucía. Cada vez que nos encontrábamos en los baños, me echaba a temblar. El vestido puede pasar, pero la enagua, la camisa...¡Me ponía colorada, querida! Al pobre Iván Andreich nadie le hacía el nudo de la corbata como es debido, y en su ropa y sus zapatos se veía que en casa nadie se ocupaba del infeliz. Además, tesoro mío, siempre estaba muerto de hambre; no es de extrañar que se gastara la mitad del sueldo en el pabellón, ya que en su hogar nadie se preocupaba de prepararle el samovar y el café. ¡Y su casa es un horror, un verdadero horror! En toda la ciudad no hay nadie que tenga moscas, en cambio aquí no la dejan a una en paz, y todos los platos y platillos están negros. Y mire, las ventanas y las mesas están llenas de polvo, de moscas muertas, de vasos... ¿Qué hacen ahí esos vasos? Con la hora que es, y no ha recogido usted la mesa, querida. En cuanto a su dormitorio, hasta da vergüenza entrar: ropa blanca tirada por todas partes, objetos de tocador colgados de las paredes, tazas aquí y allá...¡Querida! El marido no debe saber nada y la mujer debe presentarse ante él pura como un angelito. Yo me levanto cada mañana en cuanto amanece y me lavo con agua fría para que mi Nikodin Aleksándrich no me vea con la cara de haber dormido.


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