26.4.09

Sant Jordi gris

He de remontarme a mis nueve años para recordar un descoloque semejante. Ese día maldito recogí una calabaza, acostumbrada como estaba yo a los jardines en flor. En aquella papeleta del Conservatorio de Música, algún estúpido estampó: “suspenso” y lo adornó con un sello oficial en forma de lira. Puede que mi audición fuese tan ridícula como la de los participantes de algunos castings, pero yo iba a la capital, al gran Conservatorio de Música, sin más pretensiones que cantar lo que Carmen Pilar tenia a bien enseñarme cada martes y jueves en la Sociedad Musical. Aquellos canallas que nos llamaban a cantar el DO RE MI delante de todo el auditorio, consideraron que no tenia talento musical y firmaron la papeleta del desconcierto. El camino de regreso a casa fue un puro canto, un largo sincopado de ahogos con lágrimas fusas y semifusas. Tal era mi desconsuelo que Carmen Pilar no se atrevió a abandonarme, prefirió llevarme a casa y dejarme directamente en brazos de mis padres, solicitando el alivio que proporcionaban unas gotas de “Agua del Carmen”.
Hoy iba a Barcelona gracias a mi relato sobre Nepal. Recogía mi primer reconocimiento literario de manos del presidente del Club Alpí de la Universidad Autónoma y para celebrar mi entrada en el mundillo me iba después a las Ramblas. Observaría todo desde arriba, por ese efecto elevador que da la euforia, pero me sentiría codo con codo con esos escritores reconocidos que se han pasado el día firmando ejemplares. Todos tenemos un comienzo.
Pasé la semana con el teléfono en el bolsillo por si sonaba, un cargador en el bolso por si la batería se terminaba y otro en el coche… por si acaso. He revisado el correo electrónico regularmente, con más insistencia si cabe, a las horas en que podría terminar la deliberación de un jurado. A día de hoy, que se entregan los premios, nadie me ha dicho nada; silencio, ni llamada, ni correo electrónico, ni siquiera un SMS escueto, sin sellos con liras, que diga: “Su relato es una mierda. Gracias”.

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