27.8.10

Kafka y yo



Algunas veces he dicho con la boca pequeña que me gusta escribir. Esto vendría a ser falso porque no tengo nada que ofrecerle a un editor, pero en mi fuero interno creo que soy escritora y además muy buena.


Desde que leí a Kafka creo que su celebridad está sobredimensionada y que mis pensamientos y mi obra podrían estar, en un futuro cercano, a la misma altura que la del checo. A mí, Franz me gusta porque escribió poco, porque no terminaba nada, porque no podía estar mucho tiempo en un mismo piso, porque pensaba que el silencio era indispensable para la felicidad y porque miraba las cosas desde ángulos tan complementarios que venía casi siempre a representar un absurdo. Para mí, como que lo entiendo...o eso pensaba.


“Es Isabella, la jaca torda, la vieja yegua, no la habría reconocido entre la multitud, ahora es toda una señora, hace poco nos vimos casualmente en un jardín, en una fiesta benéfica. Hay allí, algo apartada, una pequeña arboleda en torno a un prado fresco y umbroso, lo atraviesan varios senderos, a veces es muy agradable estar allí. Yo conocía de antes ese jardín y cuando me cansé de la fiesta me metí por aquella arboleda. Apenas estoy debajo de los árboles veo que del lado opuesto viene a mi encuentro una señora alta; su altura casi me desconcertó, fuera de ella no había nadie por allí con quien pudiese compararla, pero estaba convencido de que no conocía a ninguna mujer a la que ella no le sacara varias veces -en el primer momento de asombro hasta pensé que infinitas veces- la cabeza, pero cuando me acerqué más, me tranquilicé enseguida. ¡Isabella, la vieja amiga! “¿Cómo has podido escaparte del establo?” “Oh, no ha sido difícil, en realidad me tienen aún por compasión, mi época ha pasado; si explico a mi amo que, en lugar de estar en la cuadra sin hacer nada, quiero conocer un poco el mundo mientras disponga de fuerzas suficientes, si explico eso a mi amo, él me comprende, busca alguna ropa de su difunta esposa, me ayuda incluso a vestirme y me dice adiós deseándome que lo pase bien.” “¡Qué bella eres!”, digo yo, sin ser del todo sincero ni del todo mentiroso.


Me hipnotiza este relato por algún motivo que no sé explicar y le pido a mi madre su impresión. En cuanto termina su lectura dice: “Una putita esta Isabella”. Pero qué ha leído esta mujer y entonces me entra un ataque de risa. Mi madre crece entonces que soy yo la que le está gastando una broma y me dice: “Pero hija, no creerás tú que es una yegua que habla”. Pues sí, sí creo que es una yegua que habla y se viste de mujer y sale en busca de libertad a los pastos, que para eso es Kafka el que escribe. Ella ahora se ríe mordiéndose el labio para no descoyuntarse el maxilar, viéndose ya en la necesidad de explicarme que los niños no vienen de Paris. Es tanta su incredulidad que decide pedir otra opinión “¿Tienes un momento antes de irte para leer una cosa?” le pregunta a mi padre antes de salir. Le tiende el libro y señala los párrafos y tras la lectura se pronuncia: “Una prostituta vieja”. Mi madre le quita el libro de las manos y me mira con conmiseración.

Al final de la mañana, vuelvo a ver a Isabella al establo pero ahora ya no relincha.

5 comentarios:

  1. Dígale a su mamá que yo tengo un perro que lee y habla. No escribe por un problema evidente con la naturaleza de las patas. A nadie se les escapa que los perros no pueden escribir. Por lo demás tiene las virtudes de un intelectual genuino: serenidad y curiosidad sin fin. Se llama Dostoievski.

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  2. vaya con la yegua, ya tenia yo ganas de conocerla!

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  3. Pero la yegua quién es?

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  4. Yo tengo una tortuga existencialista que se llama Camusa y vive arrastrándose, pero Kafka nunca se casó y aliviaba sus tensiones con Isabella y el resto de inquilinas del establo.

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  5. En ese caso, me parece inaceptable.

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